En un tiempo, me preocupaba mucho el monofisismo. Refutado en el Concilio de Calcedonia de 451, la teoría era que la humanidad de Jesús era tan insignificante, de cara a su divinidad, se disolvía como gota de vinagre en el mar. Eso es mucho más que folclor catequético. Si la humanidad de Jesús es insignificante, la humanidad de mi prójimo es menos importante aún. Por eso, en las comunidades monofisitas, (hay muchas, todavía) suelen disolverse los proyectos sociales como gota de vinagre en el mar. Las viudas, los huérfanos y los extranjeros dejan de importar. Nos quedamos con los sacramentos y el incienso.
Hoy por hoy, estoy preocupado por el docetismo. Es una herejía más antigua, del segundo siglo, desmentido por San Ignacio de Antioquia y San Ireneo de Lyon. Es una formulación más extrema que el monofisismo. No les entraba en la cabeza que la divinidad podría manifestarse en un cuerpo mortal siquiera. Les parecía contradictorio. Los docetas proponían que la humanidad de Jesús era sólo una ilusión. Un show. Un espectáculo.
En su carta a los Esmirniotas, San Ignacio observa que, al igual que en el monofisismo, lo primero que desaparece es la obra solidaria. No hay, en la propuesta doceta, ningún compromiso de servir a Cristo y al prójimo. Queda solamente una evasión del mundo real.
El agravante, en el caso del docetismo, es que desaparece la solemnidad litúrgica, también. Si Cristo no es más que un show, la práctica religiosa, tampoco. Por eso, las grandes producciones con luces, trompetas y efectos especiales. Es bronce que suena, sin sentido alguno. Los docetas no distinguen entre el espectáculo y la devoción verdadera.
Por eso, me preocupa la creciente devoción al santo micrófono. Es el cetro de poder en los medios de comunicación. Su centralidad en los encuentros religiosos tiene su origen en la cultura protestante, donde solamente la palabra (y no el sacramento) tiene el poder de salvar. Pero docetismo es peor que protestantismo. La palabra se vacía de contenido. Los movimientos, las grandes manifestaciones y los encuentros mundiales se inclinan para una religiosidad espectacular, sin sentido, sin experiencias místicas y sin obras solidarias.
Nathan Stone,
Sacerdote jesuita