La reinvención de Paul Auster
El escritor estadounidense presentó el lunes en Madrid su novela más ambiciosa hasta la fecha, "4321", y fue recibido como un fenómeno pop por sus seguidores hispanoamericanos. El libro cuenta la vida de una persona en cuatro versiones paralelas.
Todo comienza con una muerte. Por eso Paul Auster dice que está triste nada más de abrir la boca. "Antes de comenzar, quiero decir que cuando desperté esta mañana y leí el periódico, me enteré de que el poeta John Ashbery ha muerto. Él dio algo nuevo, auténtico, a la literatura norteamericana, y también fuimos amigos durante cuatro décadas, es un día triste para mí. Aunque no sea una tragedia, porque tuvo una vida excepcionalmente larga, ya estoy deseando volver a Nueva York a releer todos su libros. Así que, adiós, John".
Es lunes 4 de septiembre. Alrededor hay una treintena de periodistas y camarógrafos. Estamos en un salón de un edificio perteneciente a una empresa de telefonía, a pasos de la Gran Vía de Madrid. La expectación por la nueva novela de Auster es más que explicable: no solo ha conseguido legiones de fans tanto en España como en Latinoamérica, sino que después de siete años el también autor de la "Trilogía de Nueva York" (1991) o "Leviatán" (1997), ha vuelto a la ficción con "4321", su obra quizás más ambiciosa y -de lejos- con más páginas: 957 en la edición traducida al español que publica Seix Barral y se presenta mañana en este mismo lugar.
Pocos minutos antes de la rueda de prensa, el escritor pregunta a los camarógrafos que disparan hacia él si están felices. Paul Auster luce sereno, o tal vez cansado, viste camisa gris, un traje negro como el contorno de sus ojos, hoy está de luto. Se ajusta con dificultad unos auriculares donde escuchará traducidas las preguntas de casi toda la concurrencia. "Parezco un robot electrónico", dice medio en broma y medio en serio.
Auster comenzó a escribir su nueva novela a los 66 años, la edad que tenía su padre cuando murió.
"Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte".
No es así como comienza "4321", pero sí "La invención de la soledad", su primer libro en prosa, de 1982, donde indaga en la esquiva personalidad de su padre y desvela, de paso, un crimen familiar: "Mi abuela mató a mi abuelo".
La ficción que se narra en "4321", que llega ahora a librerías chilenas, arranca también con una muerte: la de Ichabod Ferguson, abuelo de Archie Ferguson, nacido en 1947 (el mismo año que nació Auster) y protagonista de la novela. A partir de allí, se abren cuatro caminos para Archie, cuatro vidas posibles o imaginadas para estos chicos "idénticos pero diferentes". Una vida cuádruple, entonces. "Como un cuadrado, como las estaciones, como los vientos", explica Auster agitando las manos.
Una de estas cuatro vidas de Ferguson, no obstante, coincide con un hecho real ocurrido al autor, y es ese "el corazón, el centro emocional de toda la historia": a los 14 años, Paul jugaba con amigos en el bosque cuando se desató una tormenta eléctrica, intentaron acceder a un claro para protegerse, tenían que pasar por debajo de una valla, y el chico que iba justo detrás suyo, de pronto, es fulminado por un rayo.
"Eso me ayudó a entender que el suelo que piso no es firme y que en cualquier momento puede pasarte cualquier cosa", dice Auster. El otro evento que cambió su vida, totalmente inesperado, hace 36 años, fue conocer a su esposa, la también escritora Siri Hustvedt, en una lectura de poesía en Nueva York. "Siri y yo comenzamos a hablar, y después continuamos hablando. No imagino cómo hubiese sido mi vida si no hubiese ido a esa lectura", comenta.
Cuestiones de vida o muerte, en definitiva. "La historia comienza al final. Hablar o morir. Y mientras uno siga hablando, no morirá", escribió Auster en "La invención de la soledad" hace más de 35 años. Y tan cruciales son estas cuestiones, que continúa escribiéndolas. No piensa dejar de hacerlo: "Siempre he estado tratando de olvidar mi trabajo anterior para escribir lo siguiente, repensar todo otra vez. Este libro es un ejemplo de lo que sigue. Estoy bastante seguro de que no volveré a escribir un libro de mil páginas cada tres años, pero seguiré escribiendo. De hecho, ya comienzo a escuchar algo nuevo en mi cabeza".
Su nueva novela arranca el primer día del siglo XX y abarca la Norteamérica de los años cincuenta y sesenta, la de Martin Luther King, Kennedy y la lucha por los derechos civiles. "Todos en Estados Unidos son inmigrantes, excepto los indios. Es una ficción complicada, es un país que fue inventado, una idea; y en el mejor de los casos una idea noble, inclusiva, donde se permite que todos entren y después se conviertan en estadounidenses sin importar si son amarillos, blancos o negros; es un experimento único en la historia de la humanidad. La tragedia es que Estados Unidos, al mismo tiempo, ha cometido dos crímenes contra la humanidad: el genocidio de indios y la terrible institución del esclavismo. Y esto es el veneno del bello sistema que se había creado. El problema es que Estados Unidos nunca ha lo ha enfrentado con honestidad", aventura el escritor.
Le preguntan, cómo no, por Trump, qué libro le regalaría. "Parece que Donald Trump es incapaz de leer libros", responde.
"ahora es de ustedes"
"La mayoría de los libros que he escrito me ha llevado mucho tiempo para desarrollarlos", cuenta Paul Auster. "No los estoy buscando, ellos parecen encontrarme. Después es una lenta evolución donde la forma está dictada por el personaje en situaciones. Esta novela parte de distintas maneras, y la idea de que podía escribir la historia de la vida de una persona, pero en cuatro visiones paralelas, me resultó muy excitante: la forma estaba ahí, la gran pregunta, el gran '¿qué pasaría si…?'", agrega.
Al entrar en detalles sobre su nueva obra, dice que "el libro fue escrito bastante a ciegas, sin un plan maestro, con la sensación de estar bailando con las frases, tratando de descubrir qué iba a ocurrir".
Viene luego otra pregunta. Auster contesta lo siguiente: "No tengo un plan, no le pongo etiquetas a lo que hago, nunca me he llamado a mí mismo un novelista del azar, ni un postmoderno. Algunos me han llamado post-post moderno: no tengo idea de lo que están hablando. La palabra azar es muy vaga; con lo que yo he estado trabajando es con lo inesperado, que es parte de la vida, con lo que llamo 'la mecánica de la realidad': cosas bizarras nos pasan y pensamos que están fuera de la norma, pero lo cierto es que son la norma".
"De pronto, pensé que esto es algo que necesitaba escribir. Cuando terminé tuve la sensación de estar exhausto. Recuerdo estar escribiendo la última oración, después me levanté de la mesa, casi me caigo al suelo, estaba tan cansado físicamente. Pero ahora creo que lo estoy superando, y cuando termine todo este infinito tour de promoción volveré a mi apartamento y escribiré otra vez, pienso que algo de no ficción. Esta novela ya ha dejado de ser mía, pertenece ahora a ustedes", reflexiona el escritor.
Al día siguiente, en el mismo y sofisticado salón con cilindros plateados en el techo y vigas industriales, se presenta el libro. El público hace enormes colas en la puerta. Parece más un concierto de rock, o de su hija Sophie (es cantante, modelo y actriz), que una conversación con un escritor. Un equipo entero de diligentes mujeres conectadas a auriculares acomoda a la hinchada. Hay asientos hasta detrás del escenario. Cuatro pantallas digitales. Dos traductoras simultáneas para sordomudos. Un despliegue digno de la estrella pop de 70 años que es Paul Auster, quien viste el mismo traje negro que ayer, pero hoy con camisa azul.
Parte citando a Heinrich Von Kleist, uno de sus favoritos: "Contar, contar, contar". Hoy es el aniversario del nacimiento de John Cage. "El mundo es un caos", cita Auster. Y luego a Edgar Allan Poe: "Sé audaz - lee mucho -escribe mucho - publica poco - mantente alejado de los cínicos - no temas nada". Pero a continuación cuenta que cuando se le acercan a para pedirle consejos para transformarse en escritores, él dice: "No lo hagas, a menos que quieras pasar la vida solo en tu habitación, ser probablemente ignorado, no ganar dinero, porque debes entender que el mundo no te debe nada. Bueno, esto es más bien una broma, porque no querría desanimar a nadie".
Auster dice que para escribir esta novela dedicó un promedio de ocho horas diarias durante tres años, en los cuales no dio entrevistas, no promocionó nada, no viajó. Solo se sentó y escribió. "La mayor parte de la gente no quiere hacerlo, y puedo comprender por qué. No es realmente una adición, porque siempre es nuevo. Pero sí una obsesión parecida a una enfermedad. Me siento -y creo que casi todos los escritores se sienten así- más vivo. Cuando no estoy escribiendo soy un tipo promedio, algo neurótico, pero cuando estoy trabajando me siento mejor", explica.
Reznikoff ahora es Ferguson
Según la leyenda familiar, el abuelo de Ferguson salió a pie de Minsk, su ciudad natal, con cien rublos cosidos en el forro de la chaqueta, y pasando por Varsovia y Berlín viajó en dirección oeste hasta Hamburgo, donde sacó billete en un buque llamado The Empress of China, que cruzó el Atlántico entre agitadas tormentas invernales y entró en el puerto de Nueva York el primer día del siglo xx. Mientras esperaba la entrevista con un agente de inmigración en la isla de Ellis, entabló conversación con otro judío ruso. Su compatriota le dijo: Olvida el apellido Reznikoff. Aquí no te servirá de mucho. Necesitas un nombre americano para tu nueva vida en América, algo que suene bastante en este país. Como en 1900 el inglés aún era una lengua extraña para él, Isaac Reznikoff pidió una sugerencia a su compatriota, mayor y con más experiencia. Diles que te llamas Rockefeller, le contestó aquel hombre. Con eso no puedes equivocarte. Pasó una hora, luego otra, y cuando el Reznikoff de diecinueve años se sentó para que lo interrogara el agente de inmigración, había olvidado el nombre que su compatriota le había sugerido. ¿Cómo se llama?, preguntó el agente. En su frustración, el cansado inmigrante soltó en yidis: Ikh hob fargessen! (¡Se me ha olvidado!). Y así fue como Isaac Reznikoff empezó su nueva vida en Estados Unidos con el nombre de Ichabod Ferguson.
Lo pasó mal, sobre todo al principio, pero incluso después de que ya no fuera el principio, nada ocurrió tal como había imaginado que sería en su país de adopción. Cierto que logró encontrar mujer justo después de su vigésimo sexto cumpleaños, y cierto también que su esposa, Fanny, de soltera Grossman, le dio tres hijos sanos y robustos, pero la vida en Norteamérica siguió siendo una lucha para el abuelo de Ferguson desde el día que desembarcó hasta la noche del 7 de marzo de 1923, cuando encontró una temprana e inesperada muerte a los cuarenta y dos años de edad: a tiros en un atraco al almacén de artículos de piel de Chicago en donde estaba empleado como vigilante nocturno.
No se conservan fotografías suyas, pero a decir de todos era un hombre corpulento de recias espaldas y manos enormes, inculto, sin cualifi cación, el pardillo analfabeto por antonomasia. Durante su primera tarde en Nueva York, se encontró con un vendedor ambulante que ofrecía las manzanas más encarnadas, más redondas y perfectas que había visto en la vida. Incapaz de resistirse, compró una y dio un mordisco con ansia. En vez del sabor dulce que esperaba, notó un gusto amargo y extraño. Aún peor, la manzana estaba asquerosamente blanda, y en cuanto le atravesó la piel con los dientes, se salieron las entrañas de la fruta y se le vertieron por la pechera del abrigo en una líquida rociada de color rojo pálido salpicada de semillas semejantes a perdigones. Ése fue su primer sabor del Nuevo Mundo, su primer encuentro, que jamás olvidaría, con un tomate Jersey.
No un Rockefeller, por tanto, sino un trabajador no cualifi cado de anchos hombros, un gigante hebreo de nombre absurdo y pies inquietos que probó suerte en Manhattan y Brooklyn, en Baltimore y Charleston, en Duluth y Chicago, desempeñando labores varias como estibador, marinero en un petrolero que surcaba los Grandes Lagos, cuidador de animales en un circo ambulante, obrero en la cadena de montaje de una fábrica de latas de conserva, conductor de camiones, peón caminero, vigilante nocturno. Pese a todos sus esfuerzos, nunca llegó a ganar más que calderilla, y por consiguiente lo único que el pobre Ike Ferguson legó a su mujer y a sus tres hijos fueron las historias que les había contado sobre las aventuras de trotamundos de su juventud. A la larga, las historias no son probablemente menos valiosas que el dinero, pero a corto plazo tienen marcadas limitaciones.
La empresa de artículos de piel entregó una pequeña suma a su mujer para compensarla por su pérdida, y luego Fanny cogió a los chicos y se marchó de Chicago, trasladándose a Nueva Jersey, a Newark, a invitación de unos parientes de su marido, que le cedieron el apartamento de la planta alta de su casa en el Distrito Centro por un simbólico alquiler mensual. Sus hijos tenían catorce, doce y nueve años de edad. Louis, el mayor, hacía mucho que se había transformado en Lew. Aaron, el mediano, había dado en llamarse Arnold después de una paliza de más en el patio del colegio de Chicago, y a Stanley, el de nueve años, solían llamarlo Sonny. Para llegar a fi n de mes, su madre se dedicó a lavar y remendar ropa en casa, pero al poco tiempo los chicos también contribuyeron a la economía doméstica, trabajando en alguna cosa después del colegio, los tres entregando a su madre hasta el último céntimo que ganaban. Eran tiempos difíciles, y la amenaza de la miseria invadía las habitaciones del apartamento como una niebla densa y oscura. No era posible escapar del miedo, y poco a poco los tres chicos asimilaron las negras conclusiones ontológicas de su madre sobre el sentido de la vida. Trabajar o morir de hambre. Trabajar o consentir que el techo se te cayera encima. Trabajar o morir. Para los Ferguson, no existía el ridículo concepto de "Todos para uno y uno para todos". En su pequeño mundo, era "Todo para todos...", o nada.
Ferguson aún no había cumplido dos años cuando su abuela murió, lo que suponía que no conservaba recuerdos conscientes de ella, pero según la leyenda familiar Fanny era una mujer imprevisible y difícil, propensa a violentos accesos de gritos y frenéticos arrebatos de llanto, que sacudía con la escoba a sus hijos cada vez que se portaban mal, y que en determinadas tiendas del barrio tenía prohibida la entrada por sus vociferantes regateos sobre los precios. Nadie sabía dónde había nacido, pero los rumores apuntaban a que era huérfana cuando llegó a Nueva York a los catorce años y que había vivido varios años haciendo sombreros en un ático sin ventanas del Lower East Side. El padre de Ferguson, Stanley, rara vez habló de sus padres a su hijo, limitándose a contestar a las preguntas del chico con las respuestas más vagas, breves y cautelosas, y los escasos retazos de información que el joven Ferguson logró recabar sobre sus abuelos paternos procedían casi exclusivamente de su madre, Rose, con mucho la más joven de las tres cuñadas Ferguson de segunda generación, quien a su vez había recibido la mayor parte de la información de Millie, la esposa de Lew, una mujer con tendencia al chismorreo y casada con un hombre menos reservado y más hablador que Stanley o Arnold.
"4321"
Paul Auster
Editorialk Seix Barral 957 páginas
$23.900
Por Alejandro Aliaga / Madrid
"Todos en Estados Unidos son inmigrantes, excepto los indios. Es
una ficción complicada,
es un país que
fue inventado,
una idea".
"El libro fue escrito bastante a ciegas, sin un plan maestro, con la sensación de estar bailando con las frases, tratando de descubrir qué iba a ocurrir".
Adelanto del libro "4321", de Paul Auster.
Capítulo 1.0, página 9 a página 11.
"No se conservan fotografías suyas, pero a decir de todos era un hombre corpulento, de recias espaldas y manos enormes, inculto".