En medio de tanto conocimiento, de tanta tecnología, de tantos avances científicos, el hombre busca desarrollarse, crecer integralmente, pero pareciera que olvida preceptos básicos que tienen un valor que trasciende a la historia, los tiempos y las condiciones humanas.
Nos referimos a la paz y el amor, aquellos valores que precisamente transmitió el hijo de Dios, convertido en Jesús, el Cristo, ungido y lleno de gracia.
Y en las sagradas escrituras hay dos pasajes que destacan este modo de vida.
"Bienaventurados los que procuran la paz, pues ellos serán llamados hijos de Dios". Y, "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros".
Y los pacificadores han buscado desde siempre derrotar la barbarie de la guerra, la codicia humana y el fanatismos por el odio, que son generalmente los caminos que conducen a destruir la paz entre los pueblos, las personas y entre quienes son nuestro prójimo.
En tanto, la otra condición es el amor, que es considerado mayor que la fe y la esperanza.
La fe podrá mover montañas, y la esperanza puede ser lo último que se pierde, pero el amor es Dios mismo en nosotros, porque Dios es amor.
Y el significado del nacimiento de Cristo va a más allá de una historia ocurrida en el sencillo pueblo de Belén hace más de dos mil años, sino que busca que Cristo nazca en cada uno de nosotros, para poder desarrollar el fruto del espíritu que es "amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza" y que contra tales cosas no hay ley.
En esta Navidad, el desafío es buscar estos valores espirituales que nos pueden llevar a vivir realmente en un mundo de paz y amor, tanto interior como exteriormente.
No nos desviemos del camino en otros aspectos que son relevantes, pero no los más importante para el desarrollo de una nación, para la tranquilidad de un hogar, para la buena relación entre las comunidades, para vivir realmente en paz, armonía y sobre todo en amor.