El gran silencio
Ante la pena infinita de un Padre que ha perdido a su Hijo, ningún consuelo vale.
Silencio. Nada que decir, nada que comentar. Solo silencio. Ya fueron las últimas notas del concierto, los últimos pasos de la danza, las últimas gotas del vino, y se acabó. Ya pasaron los tiempos buenos, los mejores frutos, los buenos amigos, y nos quedamos solos. Abandonados. Sin ilusiones. Sin palabras. En silencio.
Así, también, la muerte. Quienes acompañan al moribundo se quedan oyendo como lucha por respirar, cada aliento, un esfuerzo ahogado, hasta que finalmente, nada. Terminó. La tía, el amigo, la hija, el hermano, no existe más. A veces, paz, pero siempre, silencio.
El ser humano es animal racional. Quizás sea soberbia, pues, por naturaleza, exige una explicación. Los mejores ensayos son incoherentes, ilógicos y absurdos. ¿No hay mal que por bien no venga? Así se dice, pero no es razonable, y tampoco es verdad. Mejor no llenar la nada con palabras necias. Nos quedamos humildemente despavoridos, y en silencio.
Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Dios mío, ¿no te acuerdas de tu alianza? Dios mío, ¿qué pasó con la Tierra Prometida, la Buena Noticia y el Reino de Dios? No hay escándalo mayor que la muerte de Jesús. En él, sus discípulos han perdido hasta la esperanza. Los pocos que llegaron hasta el final han quedado, también, en silencio.
Comenzó como visita divina para renovar la creación. Y ahora, el Dios-con-nosotros se fue. La salvación del marginado, la libertad del prisionero, y el refugio al forastero acabaron. La salud para el enfermo y la vista para el ciego, pues, ya no. Todo quedó ceniza de la noche a la mañana. La conflagración infernal hizo callar el canto, dejando olor a humo, muerte y silencio.
Ministros y pastores pretenden dar cuenta de la lógica de Dios. Que así fue la voluntad del Padre y había que acatar, que todo era parte de un nefasto plan secreto, que Adán dejó una deuda que sólo podía pagarse con la sangre de Jesús. Son teorías brutales, miserables y carentes de compasión. Callarse es mejor; pues, una divinidad que trame intrigas como éstas no sería de confiar. Testigo de dolor inmenso, el Altísimo ha quedado también sin palabras. Que el predicador guarde, a su vez, respetuoso silencio.