En lugar de evangelizar con la alegría de la resurrección, adoctrinamos con dureza.
La religión suele atraer a las personas de carácter ansioso. Los temerosos esperan encontrar en ella un refugio contra los vaivenes de la fortuna y las ironías de la historia. Tal vez ellos quieran hallar en sus ritos y rezos un mecanismo para manipular todo lo que es, por naturaleza, incontrolable.
Sin embargo, el afán de controlar las cosas es una aberración entre los seguidores de Jesús. La ambición del poder es incompatible con el Reino de Dios. El Señor saluda con la paz, mostrando las marcas de los clavos y la herida en su costado. Vivir en la paz del Resucitado quiere decir dejarse crucificar sin temor, poner la otra mejilla y alegrarse en la persecución.
En aquellos días, debido a las obras de los apóstoles, crecía rápidamente el número de hombres y mujeres que se adherían al Señor. En estos días, muchos abandonan, y me pregunto por qué. Los apóstoles evangelizaban con obras de misericordia. Los signos y prodigios consistían en sanación de enfermos y expulsión de demonios. Anunciaban una Buena Noticia de paz, que Jesús murió y resucitó para la salvación de los perdidos, porque así es el amor de Dios.
¿Qué se hace para evangelizar, hoy? ¿Dónde están los signos y prodigios? ¿Dónde quedaron las obras de misericordia? Los niños se mueren de malaria, y gastamos millones en la guerra, porque curar enfermos no es negocio. Miles se mueren desnutridos, y diseñamos nueva tecnología para quemar la comida en los estanques de combustible. ¿Dónde está la palabra precisa y el gesto oportuno para el marginado, el desamparado y el forastero?
Tenemos los recursos para vivir en la compasión del Resucitado, pero escogimos la ansiosa militancia de normas, finuras y formalidades. En vez de servir a los más pobres, les imponemos exigencias y requisitos.
Los prodigios de salvación convocan. El discurso actual margina, en especial, a los preferidos de Jesús. Según los que se creen administradores de la gracia divina, esa gente no se merece el amor de Dios. Nuestra bienvenida al banquete es un sermón estridente que enjuicia al hermano, en vez de convencerle de que Dios le ama. Deshonramos el nombre de Jesús cuando marginamos al pecador, cuando le juzgamos en vez de invitarle al perdón.