El católico de hoy está obsesionado con el cielo. El fundamento de su religión está por ahí, en el nebuloso e incorpóreo más allá. Su centro espiritual fugó a otro mundo, a un lugar etéreo, misterioso e inefable que espera conocer después de muerto. Su fe es un cuento infantil descarnado, y poco tiene que ver con su manera de vivir y obrar en el mundo real. No es por criticar la devoción de la abuelita, pero esa religión ignora tres importantes pilares del cristianismo auténtico: la encarnación, la presencia real y la doctrina social.
¿Por qué los pobres no tienen adónde volver la vista? La vuelven hacia los cielos con la esperanza infinita de encontrar lo que su hermano en este mundo le quita. Así la denunció la trovadora, más fiel en su denuncia a la tradición católica que los mismos beatos que acusó. El evangelio es buena noticia, aquí y ahora. Cristo se hizo hombre realmente para salvar la humanidad de sus tristezas y angustias. Está presente y disponible para su pueblo en el pan y el vino. Su presencia vincula para siempre al cielo con la tierra, y a Dios con la humanidad.
Sin la encarnación, no hay evangelio. Sin la presencia real, el Reino se posterga indefinidamente. Sin la buena noticia, sin el amor incondicional del Padre infinitamente bondadoso que salva a su pueblo porque esa es su santa voluntad, nos quedamos con un cielo imaginario y el protocolo institucional, para condicionar el ingreso.
En el fondo, la pieza esencial en esa religión no es el cielo. Es el infierno. Su dios es el monstruo iracundo que sólo existe para arrojar la humanidad al fuego eterno. El pueblo espera aplacar su ira acertando la fórmula ritual exacta, observando el protocolo rigurosamente.
La crítica de la filosofía secular es que la religión es alienante. Si se trata de esa religión, tiene toda razón. La fe que gira en torno al infierno y el protocolo induce a las personas a ignorar su propio entorno, su propia realidad, su propio hermano que sufre aquí en la tierra, y pasar sus días suplicando misericordia en la hora de su muerte.
El evangelio ha sido secuestrado, silenciado y maniatado. Lo hicieron esclavo de una metafísica exótica para sustentar la estructura protocolar. Así, la Buena Noticia no puede dar fruto de fraternidad, ni de justicia, ni de paz. Muchos presbíteros rehusan corregir el error.