El resguardo del antiguo edificio de la Estación del Ferrocarril es una de las tareas que se propusieron algunas organizaciones en Calama. A sabiendas que la ejecución del proyecto de ensanchamiento del eje Balmaceda, sólo considera su desarme es que ya han puesto el tema en discusión aludiendo a que es necesario proteger uno de los pocos edificios patrimoniales de la ciudad.

Hasta el momento la propiedad del inmueble quedó en manos del Ministerio de Vivienda, tras la expropiación del terreno para la ampliación de la avenida Balmaceda. Su idea era trasladarlo entre 6 y 8 metros hacia el oriente, rotarlo e incorporarlo al proyecto de parque Balmaceda que tiene el municipio y el consorcio Calama Plus.

Hasta allí todo bien, pero en los últimos días surgieron informaciones respecto a la inviabilidad de la idea, debido a que ese traslado incluye la ocupación de terrenos pertenecientes al ferrocarril, empresa que no estaría en condiciones de cederlos o permutarlos porque interrumpiría el radio de acción necesario para operar sus pesadas máquinas.

Con ello se frustra la intención de un pronto uso cultural de la casona y todo queda supeditado a una modificación en el trazado de Balmaceda. Cambio que debiera provenir desde el Minvu pero que no encuentra mucho eco debido a que también requiere la aprobación de las autoridades de Transporte (Sectra).

Llama la atención que este problema no se hubiera resuelto antes. Que nadie haya visto la necesidad de reubicar la estación para uso de la comunidad y protegerla de los daños que implicaría un desarme sin tener un lugar donde instalarla.

Hoy sólo resta apelar a que los consejeros regionales entreguen su respaldo a un aumento de recursos para modificar el trazado de la avenida y que el Minvu y la Sectra lo resuelvan como factible para autorizar las modificaciones necesarias.

Se tienen que aunar las voluntades, porque sería un despropósito que la histórica estación no pueda ser recibida para engalanar algún paseo público y de paso preservar el patrimonio de la comuna.

Los cristianos vivimos obsesionados por lo que acontece al interior de la casa. Entre los que ya pertenecemos al rebaño, nos desgastamos llamando al orden, afinando la certeza de la sana doctrina y asegurando el cumplimiento riguroso de la normativa. La buena noticia, sin embargo, continúa siendo un misterio. La misión a los pueblos vecinos es tarea pendiente.

El evangelio deja de ser buena noticia si no es proclamado a los paganos, los publicanos y las ovejas perdidas. Por desgracia, los discípulos no se embarcan. Se afligen por la pureza de los que ya están aquí, y por la expulsión de los que consideran errados, imperfectos o defectuosos. Se ha probado el fruto prohibido del puritanismo. A muchos, les quedó gustando. Los devotos se comprometen a no contaminarse, y por eso, no se atreven a proclamar la misericordia infinita de Dios hasta los confines de la tierra.

Jesús llama a seguir sus pasos, y va caminando hacia afuera, para entregar el evangelio como regalo de pan abundante a la multitud hambrienta que ahí espera. Convoca a sus discípulos para sanar enfermos y expulsar demonios, más allá de las fronteras. Nos cuesta.

Lo que, en algún momento, se llamaba la nueva evangelización se degeneró en catequesis intensificada para los fieles. Para encontrar rectitudes cada vez más correctas. Con la idea de que, una vez que seamos perfectos, podremos compartir la perfección con otros perfectos, acaso ahí afuera, encontramos alguno. Los fieles suelen creer que los de lejos, los que son diferentes y los habitantes de pueblos vecinos no se merecen el amor de Dios. Su infinita misericordia y la gracia de la salvación quedaron reservadas para el diez por ciento. Igual que la riqueza mundana.

A pesar de sus ansiedades, el pueblo devoto no tiene idea del evangelio. Si uno pregunta, ¿cuál es la esencia de tu fe cristiana?, la mayoría queda extrañada, como si un extraterrestre preguntara por su cacique. Los más piadosos te van a balbucear algo sobre mandamientos y obligaciones, con la amenaza implícita del infierno para los que no los cumplen. Se conoce el protocolo, pero la compasión infinita del Padre sigue siendo un misterio.