La Capital
libros. El siguiente texto es un capítulo de la novela "Valparaíso", del escritor Joaquín Edwards Bello, que acaba de ser publicada por Ediciones UDP. Su primera edición data de 1931, pero el autor le introdujo sucesivos cambios a lo largo del tiempo. La presente edición, de 1963, corresponde al texto definitivo de la obra, considerada la más personal del autor de "El roto" y ganador del Premio Nacional de Literatura en 1943.
Pocos minutos antes de que el expreso llegara a la capital creí distinguir en el cielo un resplandor augural, tal como había oído que ocurre cuando el viajero se acerca a París en la noche. Las preocupaciones por mi familia no dejaban rastro en mi mente. El tumulto de la llegada, la aglomeración de los viajeros y los carruajes en la estación cruzada por las vías férreas me inspiraron un sentimiento de orgullo nacional. Como en Valparaíso no se conocen los carruajes particulares, la abundancia de los que esperaban a los pasajeros me deslumbró. Ya estaba en Bagdad, en el imán de los chilenos. ¡Santiago! En la salida de los andenes vi el Hotel Melossi, de tres pisos, para cuyo dueño llevaba recomendación de Ventura Fraga. Era el señor Melossi un artista de grandes méritos. Además de eso publicaba la mejor revista literaria ilustrada, llamada Instantáneas.
Nunca había puesto los pies en un hotel así...
Después de dejar las maletas en un cuartito pequeño, no pude resistir a la tentación de asomarme a las calles. De un lado a otro de las casas había cables, de los que colgaban focos de luz que para mí eran otra novedad. Sin embargo, apenas una que otra persona transitaba y los contrastes de luces semejaban fantasmas.
La mañana siguiente desperté al alba. Las ansias de conocer la capital me invadieron. Abrí la ventana y respiré con optimismo. La cordillera de los Andes, enorme, inefable, señoreaba a la capital por el oriente, veteada de colores sublimes, que iban del azul añil, al blanco y al ocre...
¡Cuánta tontería ilusionada!, pensé entonces, cuando me asomé en el balcón de la pequeña pieza del hotel, que todavía existe y que alberga una rama de la burocracia.
"¡Ah, ciudad de ciudades, yo te domaré!", me dije como Rocambole cuando esparció sus miradas de halcón desde la colina sagrada sobre la inmensidad parisiense...
De la cordillera mis ojos resbalaban a los árboles añosos de la Alameda y a los techos de las casas circundantes. Las caparazones oscuras de dos "agencias" semejaban parásitos dormidos al pie de su presa.
Dicen los entendidos que Santiago se parece a Granada; la sierra es la cordillera y el cerro es la Alhambra. Ambas ciudades cuentan con su Alameda, invariable paseo principal de las capitales andaluzas. Don Pedro de Valdivia debió creer en un milagro del apóstol matamoros cuando vio surgir el valle fértil del Nuevo Extremo.
Preciosa mañana aquella en que el provinciano descubre a su vez la capital y la adorna con diademas de ilusiones. Cuanta cosa vemos explota en el corazón y suscita creaciones agradables, reconfortantes, ausentes del espíritu corrosivo y resentido que el hombre acumula más tarde.
¡Cuán poco trabajo me cuesta recordar aproximadamente la manera de creación silvestre con que me representé a la capital en esos días! El vibrar de las campanas en el aire matinal; las casas, o palacios, de los padres de la patria, holgadas y sanas; los castillos árabes, el Concha y Toro, el Vicuña... La calle Ahumada, cuyo nombre recuerda a un hermano de la Santa de Ávila. Todo eso lo vi con unos ojos que ahora no existen. ¡Nunca más! Nunca más miraré esos palacios con el respeto sencillo que puso el adolescente de entonces; con la idealidad de encontrarse verdaderamente en su Bagdad prometedora. ¡Y cuánta elegancia creí notar en las calles! La puerta de la Fotografía de Heffer, la esquina de Huérfanos y Ahumada con la pastelería de Torres. La Casa Pra y la Casa Francesa. Docenas de niñas bonitas, recatadas, en parejas o cuartetos, delante de sus ayas o madres, pasaban por las calles y desafiaban las esquinas donde eran asaeteadas por los galanes, risueños y despreocupados, en la holganza de un eterno mediodía, como si todos se aprestaran a celebrar unas bodas de Camacho... Y el Santa Lucía, en su frescura de acuarela, era la cita de todos, o templo de Citeres donde la ciudad resume los juramentos nupciales. ¡Ah, sí!, la ciudad exhaló una distinción inexpresable para mí.
Tenía nuestra capital un aire místico y recatado, mejor avenido con su nombre, que parece hecho con bronces de campanas de colegiatas gallegas y de catedrales andaluzas. Santiago del Nuevo Extremo cobijaba entonces docenas de niñas parecidas a tanagras andinas, con sus soberbios mantos de espumilla, hermanos de los mantones de Manila.
En cierta parte de la Alameda la gente de la haute iba y venía en carruajes novelescos, tirados por caballos finos y lustrosos, como nunca viera antes....
Ese día anduve vagando sin parar y sin tiempo para dedicarme a negocio alguno, ni para hacer las visitas que mi padre me había encomendado, por cuanto en él era muy fuerte el espíritu de familia...
Ahora pienso en la brutalidad implacable de la vida y en el martirio de los que se ponen viejos por fuera y permanecen niños por dentro. En vez de nacer viejos para ir volviéndonos niños en un retorno al revés, de dentro y de fuera.