Muchos son los que callan cuando aparecen situaciones incómodas, de probidad, poco transparentes, reñidas con la ética o definitivamente delitos. Lo hacen porque tienen temor a involucrarse en episodios complicadas y que puedan de un momento a otro ponerlo en tela de juicio.
No creen tener la moralidad para denunciar o para recriminar a quienes se alejan de lo que es correcto. ¿Quién soy yo para criticar? Se preguntan y lo hacen frente a sus cercanos, dejando en claro que no se sienten con derecho a hacerlo, a veces porque han caído en lo mismo o porque realmente pueden caer en ello.
Eso hace que algunas acciones no reciban el repudio ciudadano que corresponde y con ello convertirlas en prácticas condenadas por la sociedad, más allá de lo que pueda decir la justicia ordinaria.
El juicio público suele ser mucho más doloroso que un dictamen judicial. Porque si el conjunto en su escala de valores y principios tiene bien definido lo que es bueno o malo, reprocharlo será prácticamente una conducta.
En nuestra sociedad no se tiene bien asimilado, porque son muchos los que no se atreven a emitir una opinión o se limitan a decir que prácticas anómalas son propias de una sociedad que ha dejado entrar a la corrupción y quien aún no las hace pronto estará frente a ellas.
Pero, no todos hacen vista gorda y hay quienes ya han iniciado una campaña de transparencia y probidad para que no todo caiga en el simplismo de que es algo que todos hacen o que se viene haciendo hace bastante tiempo y no hay de que extrañarse.
Ya hay avances y las autoridades han adoptado una posición clara frente a estos temas. Se coincide en la necesidad de hacerlo, porque de otro modo la complacencia y la permisividad para aceptar lo que ocurre puede provocar un verdadero caos.
Chile no es un país corrupto, pero lo que ha vivido es fruto de condescendencia y de una mirada contemplativa. Si esto cambia, el país volverá a gozar con los estándares de uno de los países menos corruptos de Latinoamérica.