Leer a Pedro
Conocí a Pedro Mardones a finales de los setenta; para ser honesta, lo robé de otro taller que funcionaba en el secretismo propio de aquellos años. Lucho Hermosilla, creo, fue quien me habló del lugar y nos dejamos caer a oír las escrituras que allí había. Por entonces robábamos gente para armar un grupo de trabajo en la fragilidad del momento. Pedro me siguió y junto a Elena O'Brien, Sonia Guralnik y Lucho Hermosilla deambulamos en la búsqueda de futuros integrantes del taller. Yo era estudiante de Literatura y Pedro Mardones un agudo profesor de Artes Plásticas. Nos burlábamos de nosotros mismos y de los demás y no hablábamos de política ante nadie.
La homosexualidad era un cuchicheo a las espaldas que les dábamos cuando la mirada barría nuestra precariedad de zapatos con cartones para disimular el hoyo de la suela, cuando Pedro se burlaba de mi único abrigo gastado de piel de conejo, cuando buscábamos su bolso preciado de "cuero legítimo" que siempre se perdía en alguna parte. Leíamos como posesos, tomábamos café, té y finalmente agüitas de hierbas encontradas y robadas en antejardines cuando nos quedaba nada más. En Bellavista 0303 compartimos mi biblioteca de literatura española y recitamos a Fray Luis de León hasta la parodia, subrayamos una vez más nuestras Rayuelas y decodificamos las imágenes que sonaban tan lindas y eran terribles de García Márquez. Eso de "raspar las rémoras de naufragios" que traía un muerto con cara de llamarse Esteban a Pedro lo enloqueció, hablábamos hasta agotar el toque de queda esa noche sobre las posibilidades de un lenguaje que parecía tan bonito en su sonido y que, sin embargo, hablaba de cosas asquerosas y terribles. Creo que esa vez fue la primera en que Pedro alucinó con los conceptos del tremendismo y con lo que había significado en la cultura escrita la primera y segunda guerra. Yo le mostraba textos, él me hacía descubrir a Munch. Peleábamos porque yo encontraba muy cursi a Klimt y él hallaba latero a Eduardo Mallea. El machismo de Bukowski nos asqueaba, pero era motivo de largas discusiones el inicial apoyo de algunos de nuestros poetas favoritos a los nazis.
Hubo noches en que desfallecimos sobre el único sillón y su despertar atolondrado al amanecer era para salir a buscar un teléfono público para avisarle a su madre que todo estaba bien. Recorrimos talleres buscando escritores y escritoras que nos inquietaran, fuimos a fiestas de toque a toque donde usamos "tu rubio momia", según él, para comernos todo lo que estaba a nuestro alcance y llenar nuestros bolsos para después. Teníamos hambres de múltiples orígenes y, en la de verdad, muchas veces nos fuimos a tomar la sopa de Fray Andresito, donde nos llamaban "los estudiantes", previo moño apretado que me hacía, porque las rubias no debíamos disputar la sopa a los mendigos, que por entonces no se denominaban "en situación de calle".
Por entonces, Pedro escribía poesía. En el Taller Soffia, leía sus poemas extensos entre las narrativas de la mayoría y tejía complicidades con Patricio Mardones escribiendo "hacia abajo y no para el lado". Pero sus poemas contaban historias y se indignaban cuando le enrostraban el parentesco con la tradición española, salvo cuando lo calificaban de "lorquiano". Empezó a escribir escenas en papelitos, libretas, boletos de micro. Yo se las transcribía a máquina con copia para mí y luego se las llevaba para escribir en sus bordes y rearmar las historias. Así empezó a leer cuentos inquietantes donde la mayoría criticaba sus personajes "tan poco literarios" y otras aplaudíamos con entusiasmo sus viejas de ojos ligosos, sus madres-guerrilla, sus pascueros pedófilos.
Prólogo de "Incontables", por Pía Barros