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Una hermana sin su hermana

El 2017 la periodista Margarita Serrano murió de cáncer. Tres días después del funeral, su hermana -la escritora Marcela Serrano- se fue al campo a poner en papel su dolor. Así, palabra a palabra, fue escribiendo "El Manto", su libro más personal hasta ahora. Este texto es un extracto de la obra.
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Alguna vela llevo yo en este entierro. Después de todo, mi hija heredó su nombre.

Se llamaba Margarita María Macarena. Muchas M a cuestas. Nació el 15 de junio de 1950, en la mitad del año que dividió en dos el siglo pasado. La tercera de cinco hermanas, otra vez al medio. Todo partido por la mitad. Era géminis.

Al dejar el cementerio me prometí a mí misma cerrar toda válvula del cuerpo -también la media espina dorsal, la sede del alma, como la definió Virginia Woolf- que, abierta, me impidiera andar sobre los dos pies. Nos han arrojado una bomba atómica sobre nuestras cabezas. Hablo en plural, hablo de sus hermanas. Fuimos siempre cinco. Se ha roto, irreversible, nuestra fanática identidad. Imaginé a un grupo humano fantasmal caminando sobre un baldío sin nombre ni rumbo. Con las válvulas abiertas. Imposible. Equivaldría a cuatro zombis, o al contrario, a cuatro locas chillonas, las que se contratan en ciertas culturas para que nadie crea que no se llora al muerto. Ni zombi ni chillona.

Cerrar el paso al mecanismo externo del dolor, sea este cual sea. Ojalá también las lágrimas (guardarlas para el alba; el alba es gentil). Dicen que solo la aristocracia guarda la discreción en tales momentos y, a mí, la aristocracia no me va ni me viene. Pero odio la estridencia. El padecimiento es indiscreto. En público, indigno. La sensiblería, repugnante. Cuando veo a la gente gimotear en la tele me enojo. Cuando llega a doler hasta el aliento, como diría Miguel Hernández, calla. Calla, vete y escóndete.

Pulverizada, sí. Pero por dentro.

La vida es física.

La muerte es física.

Yo también.

Cuando se muere el marido, se es viuda. Cuando se muere el padre, se es huérfana. Líneas verticales, jerárquicas. No soy ni una ni otra. Soy algo innombrable porque mi pérdida es horizontal. Menudo problema: parto sabiendo que las palabras no alcanzan. No existe una para mi estado. No se ha inventado la palabra para la hermana que se quedó sin hermana.

Decidí guardarme. Darle a la Margarita al menos cien días, pensarla a solas. Venía el verano, resultaría más fácil cerrar puertas que en el ajetreado invierno. Recluirme, confinarme, sitiar mi casa, enjaularlo todo. Aquí me apodero de una cita de Joseph Brodsky (que robe de un artículo de Leila Guerriero): "No salgan de sus cuartos, no cometan errores (…) Silla y cuatro paredes, ¿qué mejor desafío? / ¿Para qué ir a un lugar, y regresar cansado, / idéntico de noche, pero más mutilado?".

Llegué al campo el 1° de diciembre del 2017, tres días después de su funeral. Puse llave a mi departamento en Santiago, cerré mi correo electrónico, busqué entre mis túnicas una negra. Debía encarnar mi luto en el espacio que a ambas nos pertenecía, en el huerto, entre los paltos y los naranjos, los cerros rodeándonos por los cuatro costados: el valle. Sola, tenazmente sola.

Pero se me ha tendido una trampa. El 1° de diciembre me traje en las mías el calor de las manos de la Margarita -las que nunca soltamos durante su agonía, nunca, y cuando alguna hermana se apoderaba de ellas por mucho rato, llegaba otra y se las quitaba- y juzgué que, por obra de magia, el calor se mantendría.

Como si algo durara. Que el horror se sometería a cierto grado de languidez, que se tornaría más compasivo, un poquito cada día, humilde, sin triunfos, pero que sí, que languidecería.

Aquí en el campo dicen que no hay muerto malo. Es cierto, al menos cuando hablan de ellos. Un lugar común tras otro. Todos fueron grandes personas, generosas, amables, trabajadoras. Es muy raro escuchar una frase original dicha desde el podio de una iglesia o leerla en un obituario. Me encantaría que alguien dijese: la Margarita era una conchasumadre.

Voy a las pesebreras. Allá entre los caballos no la nombran. Hablan de «la que se fue».

Hay pájaros en el campo. Muchos. Los más amables picotean mi ventana o bailan alrededor de una flor. Otros caminan por los techos o sobrevuelan la casa y se van a los cielos. Están mis preferidos, aquellas garzas blancas de las bandadas que cruzan bien alto mi propio firmamento todas las tardes para ir a acostarse quizás dónde. Y los negros, los agoreros. (También existen los azules, los grises, los rojos, pero ellos no me conciernen). Era un día martes. Estábamos preparadas, ya el lunes la M. era un volumen bajo las sábanas. Le quedaban quince minutos de vida. Nos encontrábamos en silencio alrededor de su cama, los ventanales abiertos hacia la terraza, esperando supongo, esperando, solo sus hijos, sus hermanas y la Anita, la mujer que nos crió. De pronto escuché un aleteo, un ruido fuerte y nítido que solo un ave en problemas es capaz de emitir. A mis espaldas, justo detrás, vi un pájaro, un pájaro vivo adentro de la pieza: grande, ajeno, oscuro, movie su cuerpo con los estertores de un atrapado en conocimiento nítido del error de su aterrizaje. Entre murmullos, alguien lo mandó a sacar.

No hay momento más íntimo que el de la agonía.

Faltaban trece minutos, aunque no lo supiésemos. La Margarita parecía haber dejado sobre su cama el cuerpo de prestado y su energía vagaba quizás en qué lugar. A las siete de la mañana la Sol nos llamó por teléfono -ella había dormido allí- y nos dio su impresión; cada una abandonó su casa como pudo. Cuidábamos con esmero su intimidad, su dormitorio adquirió carácter de lugar sagrado, las visitas solo llegaban hasta el living, en el otro extremo de la casa. No importaba si ella escuchaba o no, igual custodiábamos el silencio como verdaderas vestales a la entrada del templo.

Rompiendo todo protocolo, voces un poco alteradas en el pasillo me sacaron del estado de aturdimiento y fijeza con que miraba su cama y me dirigí de inmediato a silenciarlas. El pájaro agorero, cubierto en vulgares plumajes de colágeno, rubio teñido, tacos altos, vestido estrecho, exigía ser escuchado, con el deseo de penetrar la puerta inviolable de la habitación.

¿Quién eres?, le pregunté.

Una amiga de la Margarita, me respondió.

No, no eres una amiga de la Margarita, no te conozco.

Escúchame, ¿puedo hablar contigo?

(¿En ese momento?)

(¿Una desconocida quería hablar conmigo?)

No, le respondí, y le di la espalda.

A los doce minutos, la Margarita respiró por última

vez.

Si se busca en un diccionario, un pájaro agorero puede ser un mago o un vidente. Pero su uso más común es el de los malos presagios. Y si se busca también la palabra intimidad dirá que es la amistad estrecha, la confianza que se reserva a la familia más cercana y unos pocos más: la preservación del sujeto y sus actos del resto de los seres humanos.

Marcela Serrano

Sello Alfaguara

188 páginas

$12 mil


El manto

Por Marcela Serrano

"Nos han arrojado una bomba atómica sobre nuestras cabezas. Hablo en plural, hablo de sus hermanas. Fuimos siempre cinco".

CARLA PINILLA