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Germán, según Marín

Murió a los 85 años, en el Hospital Salvador, el hombre de la voz de oso que escribió "El Palacio de la Risa". Germán Marín en sus más de veinte obras estrujó la chilenidad como nadie. Aquí ofrecemos cuatro extractos de "Antes que yo muera" (UDP), los pedazos autobiográficos que anotó a lápiz y memoria.
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VeRANO EN CONSTITUCIÓN

A veces hay recuerdos que se conservan en silencio durante años, pues, guardados en el interior, se llega a suponer que se irán con nosotros. En particular son esos recuerdos poco nítidos, borroneados en una extraña película semejante al sueño, que pueden llegar a ser atribuidos a la imaginación. Me refiero así a la noche del 24 de enero de 1939 en Constitución, pronto a cumplir cinco años, adonde llevado por mis padres, alojados en una residencial administrada por las monjas, pasábamos unos días de vacaciones. Del lejano veraneo en ese pueblo, fundado en 1828, al que llegáramos en tren luego de transbordar en Talca, tengo retenidas unas señales discontinuas, escasas, fragmentarias, que me hablan del encanto de La Poza, frente a un islote de nombre Orrego en la desembocadura del Maule, de los astilleros de las lanchas maulinas y, bajo la voz oculta de mi padre, del elogio a los pejerreyes del río. Nada más creo guardar de la vida cotidiana en aquel balneario que, de repente, fantasma por la acción de la naturaleza, al igual que hoy en el 2010, setenta y un año después, se transformó durante la noche citada en una furia que estremeció la tierra. Desperté del sosiego en medio del polvo, alelado por el ruido de las tejas que afuera caían estrepitosamente como ya sabría, pero sobre todo por el hervor que venía de abajo desde el remoto interior, parecido a una lluvia infinita de piedras que rebotaban en el envés del suelo. En la oscuridad de la habitación se respiraba, sacudidas las murallas de adobe, un aire polvoriento cada vez más espeso y, mientras tanto, según observaba, mi padre luchaba contra el volumen de un ropero que se había desplazado, debido a las fuerzas ondulatorias delante de la puerta que daba al corredor de un jardín de invierno, típico de esas casonas antiguas. Como si luego hubiera entrado en un túnel, tengo olvidado qué sucedió a continuación, excepto que, un poco rato después, me encontré, llevado en brazos de mi madre, bajo la arbolada Plaza de Armas en el centro del poblado, a la cual iba llegando la gente en pos de un refugio. Todo yacía a oscuras haciendo más amenazante la noche y, frente a nosotros, cobijados en un asiento bajo una gruesa encina, empezamos a advertir los ácidos olores de laboratorio, imposibles de identificar, que escapaban de los restos de la farmacia en el suelo, ubicada en la esquina, colindante con la iglesia. Al otro lado de la plaza, desde donde partían a la playa las llamadas góndolas, había varias casas derrumbadas, cuyos escombros, vivos y tibios como me parecían aún, invadían la calle y, más allá de esas escenas, entre las cuales se advertían unos angustiados moradores, el recuerdo se extingue en la nada, si bien como escuchara alguna vez, acaso no muchos días después, el regreso a Santiago fue difícil, paso a paso de un lugar a otro, destruidas parcialmente las líneas férreas. El gobierno de Pedro Aguirre Cerda, conformado por el Frente Popular, recién empezaba sus tareas, y, como consecuencia de las pérdidas económicas provocadas por el terremoto, entre Talca y Bío-Bío, se promulgó en abril de aquel año la ley que creaba la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO), entidad hoy lejos de lo que alcanzó a ser en las administraciones posteriores.

Demasiado temprano

Existió un período durante la infancia en que adolecí de diversas enfermedades, casi todas relacionadas con los bronquios, por lo que a menudo debí guardar cama, a veces semanas durante el invierno. Pienso que fue un tiempo sin medida en cada oportunidad, sin fin de la mañana a la noche, en que aprendí a saber de esa sensación plana, regular, gris, que es la monotonía. Sin ésta, algunas experiencias posteriores, como, por ejemplo, la estada en la Escuela Militar o la permanencia en Barcelona durante el exilio, habrían sido peores. Nunca disfruté mejor que entonces el transcurso de las horas, en que acostado intentaba entretenerme, de acuerdo a la edad, con los juguetes de turno, de los cuales aún recuerdo el caleidoscopio, el mecano, el rompecabezas, el tatetí, pero que, con el paso de los días, terminaban por aburrirme. También tenía a mano las revistas y, a veces, algún libro de mocedades, como Las aventuras de Tom Sawyer. Otra distracción era la radio depositada en el velador, al lado de una lámpara de quinqué inutilizada, donde a veces, aparte de escuchar las canciones de moda de uno u otro repertorio popular, seguía ciertos programas vespertinos, como "La familia chilena". Sus diálogos cotidianos eran una imitación de la vida de la clase media a través de unos personajes arquetípicos, donde se destacaba la dueña de casa, el marido, la china de la casa. Una tarde de lluvia, cansado del tedio, tomé la radio para revisarla, pues siempre me había inquietado saber qué existía en el interior de la caja de baquelita y, luego de apagar su funcionamiento marcado en un punto del dial, di vuelta el aparato. Su parte trasera estaba cubierta por una delgada tapa de madera que no permitía ver nada. Sólo se advertía abajo el orificio por donde salía el cable de conexión y, para mi sorpresa, descubrí junto a éste otro más que tenía escrito encima las iniciales TV. Estaba informado que la televisión en los Estados Unidos era ya una realidad en muchos hogares, por lo que pensé en algún momento, viendo aquella inscripción, que tal vez la radio podía adaptarse a este otro medio. A través del pequeño destornillador que usaba en el mecano, retiré los tornillos que sujetaban la tapa. Esperaba hallar algo que permitiera realizar el enlace y, según pensé en ese instante, llevado el deseo, que tal vez la imagen podía salir reproducida en un espejo. Pero como verifiqué con desaliento, detrás del orificio no había nada, excepto, más allá, el mecanismo de la radio propiamente tal, donde sobre todo se destacaban dos tubos de cristal. Era por demasiado temprano aún para esperar la modernidad y volví a mi tiempo levemente desengañado, sin otros entretenimientos que los conocidos.

Lecturas sabatinas

Tengo la impresión de que aprendí a leer sin el auxilio de nadie, llevado por el interés adicional que provocaban los textos de las ilustraciones hasta el punto de que, curioso, me detenía a veces en las sábanas de los diarios, dedicadas ya a los sucesos que desembocarían en una guerra en el mundo. Le debo esa iniciación a la revista El Peneca, que, en esa época, según me consta, aparecía el sábado, día sin ir al colegio, cuya mañana, luego del desayuno, dedicaba a leerla, al principio con una paciencia de orfebre siguiendo cada palabra con el dedo. De aquellas páginas, mal impresas a color, dibujadas a veces por el talentoso Coré, recuerdo en particular las aventuras de Quintín el Aventurero en su submarino misterioso y las del Capitán Luna en su lucha contra los malvados, historias que cada semana me llevaban a unos nuevos capítulos, de donde volvía a la realidad del hogar, plana en su carencia de ficción, sin otra esperanza que dichos héroes salieran indemnes de sus encrucijadas. Pasé varios años leyendo El Peneca, absorto en esos episodios infinitos que, en sus tramas, no me advertían que yo estaba creciendo, como de pronto empecé a observar en el espejo de otras revistas colgadas en los quioscos. Bajo esas publicaciones, a las que accedí en secreto como un espía, supe que ese mundo nunca previsto, de acuerdo a la licencia de sus ilustraciones, pertenecía para mi sorpresa al orden de los adultos y entendí mejor que me faltaba aún crecer más.

Pasos inciertos

Recuerdo que tras ser dado de baja de la Escuela Militar por mala conducta, sufrí un largo período de inercia castigado por mi padre, obligado al ocio como una forma de represión. No dejó de ser de un mes a otro una medida que tuvo cierto efecto, dedicado a estar de brazos cruzados, pero de pronto, surgido de la nocturnidad, me condujo a volver a descubrir la existencia de la lectura, abandonada por la culpa de la inercia. El principio fue azaroso, pues, antes que el universo del libro encontré el edificio de la Biblioteca Nacional, donde hallé el refugio desde la primera vez que llovió, forzado por mi padre a dejar cada mañana y, luego de almuerzo, cada tarde, hasta las veinte horas obligado a recogerme puntualmente. Allí comenzó la lectura que aún no ha terminado, cuyos primeros pasos los di siguiendo a los autores de moda del existencialismo. Dentro de las cuadrículas que conforman el centro de Santiago, dominé mejor sus calles gracias a esa libertad engañosa, en las que empecé a visitar como un refugio los salones de billar, entre ellos el Manila, eligiendo después como rincón preferido el café que existía en la esquina de Huérfanos con Estado, a punto de demolerse al frente del edificio de Gath & Chaves. El pequeño negocio tenía una clientela habitual, en particular aquella que en las tardes perseveraba en las mesas, gente de la farándula y del periodismo, compuesta en su mayoría de cesantes. Yo también, a los diecisiete años, me consideraba un tanto cesante, sin otro pasatiempo que leer a ratos en la Biblioteca Nacional, asistir como público a los billares y pasarme el día en un ir y venir de casa. Fue en una de esas tardes cuando conocí, sentado en la mesa contigua del café, al muchacho argentino, que en rápida conversación, se hizo compinche mío, interesado en escuchar su trabajo como escenógrafo, preocupado por esos días de montar una obra de Albert Camus en el teatro Petit Rex, si no estoy equivocado. Pero su presencia en Chile se debía a otro motivo, perseguido por la dictadura de Perón, como me explicaría, al igual que otros miembros de su familia, también de apellido Unzué. Por lo que deducía era un personaje de la noche, acostumbrado a visitar los lugares de diversión, donde conocía a varias de las artistas que actuaban, algunas compatriotas de él. Cierta noche después de cenar, adaptado al castigo de comer a solas, decidí escabullirme de casa invitado por Unzué a beber una copa de vino en el Mon Bijou, boîte ubicada en un subterráneo del Portal Bulnes frente a la Plaza de Armas. Desde luego no sabía de éste y, al enterarme de que diversas chicas del teatro Bim Bam Bum actuaban allí, me sentí obligado, a pesar del riesgo de salir de casa sin permiso, llegar al lugar, tal como lo hice, a hurtadillas. El amigo Unzué me esperaba y, dentro del ramillete de beldades que conformaban el show, comenzado al poco rato, se destacaba la artista francesa Xenia Monti, cuyo baile casi al desnudo seguí fascinado, rodeada de un plumaje que se movía al ritmo de la música.

Las demás coristas acompañaban la escena principal y, sorpresivamente, empezaron a bajar del proscenio siempre al compás tropical de la orquesta en dirección a las mesas donde frente a una y después otra, envueltas en un perfume, semejante a la conocida loción Maderas de Oriente, pasaron seductoras y mágicas en un tropel. Fue la noche más bella de mi vida y, rato más tarde de todo aquello, tras agradecerle a Unzué en la esquina de Compañía dicha invitación, regresé a casa en el último trolley sin importarme ser descubierto por mi padre (...).


"Antes que yo muera"

Germán Marín Ediciones UDP

186 páginas $10.900

Un día, siendo un joven, marín se escapó con un amigo para ir a un cabaret del centro.

Alfonso Gonzalez/HoyxHoy

"Adolecí de diversas enfermedades, casi todas relacionadas con los bronquios, por lo que a menudo debí guardar cama".

"Tengo la impresión de que aprendí a leer sin el auxilio de nadie, llevado por el interés adicional que provocaban los textos de las ilustraciones".

Cuatro libros fundamentales

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"historia de una absolución familiar".

Compuesta por "Círculo vicioso" (1994), "Las cien águilas" (1997) y "La ola muerta" (2005), esta trilogía es el primer impacto de la prosa de Marín en la literatura chilena. Se trata de una historia contundente que indaga en la genealogía familiar con crudeza hasta llegar al propio destino del escritor. En este libro Marín alcanza la cima de una prosa de fraseos seductores y párrafos largos. Las reediciones de estos volúmenes cuentan con prólogos de Raúl Zurita, Ignacio Echevarría y Alan Pauls.

Sudamericana. 2003. 455 páginas.


"el guarén"

Bajo el formato de novela corta, Marín narra la historia de un guardaespaldas de origen poblacional que se adhiere al poder más oscuro. "El Guarén" es la concentración de los recursos estilísticos del escritor en cinco capítulos implacables como resulta el destino y la moral del protagonista, William Araya, que tomará para sí todo lo que pueda. Un relato de traición que actualiza los materiales de la memoria chilena reciente, los favoritos del escritor, un crítico feroz desde la literatura.

Lecturas.2019. 119 páginas. $9 mil.

Reeditadas por Alfaguara, 2015.


"un animal mudo levanta la vista"

La segunda trilogía de Marín, compuesta por "El Palacio de la Risa" (1995), "Ídola" (2000) y "Cartago" (2003), combina elementos eróticos y mortuorios en los escenarios lúgubres que recorre transformados por el tiempo y la memoria de un alter ego que regresa a Chile. Son obsesiones recurrentes en su obra. Exhibe la cohesión de una escritura profusa, un proyecto monumental poco común para la literatura del siglo XXI, que lo coloca entre los grandes prosistas chilenos, siendo Marín el último de ellos.

Fondo de Cultura Económica. 2012. 87 páginas. $7 mil.


"un oscuro pedazo de vida".

Es el último libro de Marín, publicado un poco antes de su muerte y ya está en todas las librerías del país. Son relatos breves de una a tres páginas más una novela corta que se cuela en la mitad. Aquí el escritor ejerce esa magnífica potestad de convertir su propia experiencia en otra que parece ajena. Con una pluma limpia escribe sobre personajes de oficios anónimos que parecen salir tangencialmente de su propia vida como una casa que fue su casa. Cuenta con un epílogo de Álvaro Bisama.