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Ibrahim Ferrer

Obituario del músico cubano de Bellavista Social Club.
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El descuido es la esencia de Cuba. La ropa tendida ondea en los balcones de lo que alguna vez fueron prósperos bancos, y sus ascensores, antaño grandiosos, están cubiertos de óxido y mugre. Las columnas coloniales y las cornisas se desmoronan a lo largo de las calles secundarias de La Habana; la basura y las aguas residuales llenan las fosas que atraviesan los caminos. En las elegantes villas abandonadas, la humedad mancha los muros exteriores y el moho pudre los cortinajes que aún cuelgan en las habitaciones superiores.

Durante años, la música de Ibrahim Ferrer Planas fue tratada con la misma indiferencia. Era un cantante de banda, vocalista de las orquestas que solían presentarse en los casinos y balnearios en los años previos a la revolución. Cuando Fidel Castro llegó al poder, en 1959, de pronto esas orquestas -que evocaban los salones de baile de Palm Court, el turismo estadounidense y la joie de vivre capitalista- parecieron inapropiadas para los difíciles tiempos comunistas.

Pero la música en sí siempre había sido dichosamente ecléctica. Los músicos cubanos tomaban prestado todo, desde el flamenco español a los tambores africanos, desde las danzas europeas a las letanías tribales, y hasta las melodías que cantaban los recolectores de café y caña de azúcar. Construían instrumentos con lo que tenían a mano: caracolas, cajas de madera, vasos de metal. De niño, en la localidad de San Luis, en la provincia de Oriente, Ferrer tocaba rumba con botellas y cucharas en la esquina de la calle donde vivía. Creció sumido en los ritmos de la rumba, el tango, el mambo y el son, que escuchaba en los bailes del Club Social que se celebraban en casa de su abuelo. En uno de esos bailes su madre había entrado en trabajo de parto para traerlo al mundo. El ritmo -le gustaba decir- le había llegado hasta el útero y se le había metido en la sangre.

De toda esa música ninguna le agradó tanto como el bolero. Huérfano desde los doce años y luchando por abrirse camino en el mundo, ya fuera vendiendo maní en la calle o cantando en fiestas, escuchaba un tango o un son e instintivamente lo desaceleraba y lo llevaba al estilo rítmico y romántico del bolero. Sin embargo, como se quejaría más tarde, rara vez se le permitió cantar boleros. Cuando trabajó con la orquesta Chepín-Chovén y con Benny Moré en los años cincuenta, se le dijo que su voz -ligera y pura, tan acariciante como una brisa del Caribe- era demasiado suave para ellos, así que se hizo una reputación improvisando bailes más rápidos. Y entonces «la revolución triunfó», en sus palabras, y el mundo se movió dejándolo atrás de todas maneras.

Durante treinta y cinco años encontró otras formas de ganarse la vida. Sus grabaciones, que nadie oía, descansaron en el sótano de los estudios de grabación estatales Egrem. Su familia era numerosa, el dinero escaso; llegó a ser estibador, constructor, vendedor de lotería. Lustró zapatos y se imaginó que, acercándose a sus setenta años, nunca volvería a hacer música. Entonces, una mañana de 1996, mientras abrillantaba un par de zapatos blancos, oyó el sonoro saludo de Juan de Marcos González, líder de la banda Afro-Cuban All Stars. Lo quería en los estudios Egrem de inmediato. No había tiempo ni para quitarse el betún de las manos.

"En uno de esos bailes su madre había entrado en trabajo de parto para traerlo al mundo".

La muerte no discrimina

Desde Lady Di a Rosa Parks: cien obituarios publicados en The Economist y ahora en Chile.
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cuando La princesa diana de gales murió se le escribieron extensas notas en diarios y revistas y, además, un apurado obituario en el semanario de economía inglés.

Cuando la muerte viene a buscar a alguien, se desatan varios procesos, que van desde la tristeza y el dolor a temas más prácticos. Y se escriben obituarios, un tradicional espacio en la prensa en el que se habla de los fallecidos.

El semanario inglés The Economist comenzó a escribir estos obituarios que permiten ver la muerte al trasluz de la vida y viceversa. Querían provocar deseos de leer la muerte, de revolcarse en el final de alguien.

Un resumen de estas páginas está en "The Economist: 100 obituarios" de la editorial chilena Laurel. Por casi 300 páginas desfilan personas de todos los continentes y colores, de todas las ocupaciones. Van en orden alfabético.

La muerte es así, cobra al rico y al pobre, al bueno y al malo. Aquí, es posible leer el obituario de la Princesa Diana, del último eunuco chino al servicio del imperio, de la activista afroamericana Rosa Parks; del Papa Juan Pablo II, entre muchas otras muertes. Incluso la de un loro, el "más famoso entre los científicos".

La lista de nombres incluidos en "The Economist: 100 obituarios" a veces trae consigo desconocidos que han atravesado la historia en un momento. También otros que sirven para derivar por otros temas. La muerte es una excusa, a veces.

Dos líneas bajo los nombres nos invitan a leer. El que abre el libro, por ejemplo, es Paul Neal Adair, y sus dos líneas son las siguientes: "Red Adair, bombero, murió el 7 de agosto de 2004, a los 89 años". Se trataba de un hombre que empinado los setenta y cinco años logró apagar en nueve meses un fuego que se suponía ardería cinco años en Kuwait. Su nombre no suena, pero su historia atrapa.

"La parte más difícil para Adair era conseguir el equipamiento que quería, y hacerlo por fuera de la burocracia gubernamental. Solo después de una conversación personal con el Presidente Bush (padre) en la Casa Blanca obtuvo sus buldóceres, mangueras y cemento en el tiempo que él consideraba razonable, saltándose las barreras institucionales. El gobierno kuwiatí le puso problemas cuando pidió un avión lleno de whiskey ('¿Quieren extinguir los incendios o no?'), y nunca consiguió los cuatro mil chanchos que había pedido para hacer detonar las minas que supuestamente Saddam había esparcido por los campos petrolíferos", cuenta su obituario.

En la mayoría de los casos son desconocidos que valen la pena leer. Sólo alguien con una fenomenal cultura general podría saber de antemano quiénes eran todos quienes aparecían en The Economist. Así pasa igualmente con sus autores. En la portada no salen los escritores de este libro, porque The Economist es reconocido por el estilo que cultiva: sin firma.

Como señala la editora chilena de los Libros del Laurel, Andrea Palet, "En The Economist nadie tenía muchas ganas de quedar a cargo, porque la tarea del sepulturero es de jornada completa, pero lo hizo el novelista y periodista Keith Colquhoun, quien estuvo ocho años escribiendo un afilado obituario semanal, hasta su reemplazo en 2003 por Ann Wroe".

En los medios es normal tener varios obituarios preparados, como también es normal que justamente esas esperadas muertas no sucedan muy pronto.

Por ejemplo, la principal autora de los obituarios, Keith Colquhoun, falleció el año 2010. En The Economist le dedicaron un obituario, por supuesto. Colquhoun y Wroe -autores- son los dos nombres marcados en la lista de la portada del libro, que nos hace ver como si estuviéramos frente a un gran muro del cementerio.

Wroe, la única viva de esa muralla, es citada por Palet para explicar los criterios de selección de los fallecidos: "Deben haber tenido vidas interesantes y que inciten a algún tipo de reflexión. Si fueron o no vidas 'buenas', en el sentido habitual de la bondad, no nos puede importar menos. No estamos en el negocio de los panegíricos, ni siquiera de los reconocimientos. La maldad, la inmoralidad y la frivolidad a veces producen los mejores perfiles", dijo Wroe.

En estos obituarios la escritura de los autores se confunde. En esto sí parece la muerte, la que no tiene rostro, escribiendo desde el más allá.

El libro original fue publicado el 2008 en lengua inglesa. De esa edición Laurel publica la mitad por primera vez en castellano. Un equipo de traductores trabajó en ello: Gabriela Palet, la misma editora Andrea Palet, Ángelica Bulnes, Teresa Arias y Valentina Salvatierra.

En su primera edición el libro de obituarios hizo confluir elogios en lengua inglesa. "No hay carroza más elegante para el último viaje que un obituario del Economist. Cada uno es una pequeña maravilla, un deslumbrante paseo por toda una era. Los reseñados han tenido suerte (excepto en la parte de que están muertos): se van al otro lado con un estilo incomparable", escribió Marilyn Johnson.

Quién imaginaría el alcance de estos obituarios, considerando el trabajo contra el tiempo que significan. Como explica Palet "los redactores tienen unos dos días para investigar y escribir su pieza semanal".

La reseña al libro original escrita en Times Out fue esta: "The Economist no tiene una reserva de obituarios listos para publicar, así que Wroe y Colquhoun suelen escribir bajo la presión del plazo de entrega; explica en parte por qué sus minibiografías rara vez parecen demasiado pulidas o atribuyen tediosamente cada cita, y en cambio son pródigas en anécdotas vibrantes (…) datos casuales y una pontificación irónica y chispeante".

Tradición inglesa

La ironía y la chispa son características propias de la tradición inglesa de las biografías. Tal como lo hacía Thomas De Quincey, una vida (o una muerte, en el caso de este libro) sirve para hablar de otras cosas.

O casi como excusa para las grandes sentencias. Una cita de Fangio, piloto argentino multicampeón de Fórmula 1, el más cercano en la geografía de los muertos de este libro, es el motor que arrastra su obituario: "No ir más rápido de lo que necesites" es un consejo de vida.

Lo afinado del manejo del género se activa desde la primera frase de cada obituario. Del mítico ajedrecista Bobby Fisher parte "Siempre habían querido atraparlo". De Gerald Ford, presidente incidental de Estados Unidos, inicia "Hubo muchas ocasiones durante su larga vida en las que Gerald Ford sintió que tocaba el cielo".

De Quincey escribió en la Enciclopedia Británica, y en estas muertes sistematizadas en libro uno puede hallar el ánimo enciclopedista, para el que cada muerte invita a escribir dos o tres páginas, para poder volver siempre a visitarlas. Es una particular historia del siglo XX en cien perfiles con opinión.

DE lady di A JUAN GABRIEL

Otra muestra de idiosincracia británica es el capítulo dedicado a Diana de Gales. Los ingleses deliran -para bien y para mal- con la corona y no podía estar ausente la princesa, figura pop de las últimas décadas del siglo XX. La historia es novelesca, como escriben al calor de su fallecimiento: "Se escribirán libros, quizá ya se están escribiendo, de cómo una auxiliar de párvulos de diecinueve años se convirtió en la mujer más famosa del mundo...".

En los últimos años, posterior a la edición de este libro, han escrito de otros personajes latinoamericanos en The Economist, como el mexicano Juan Gabriel Juan Gabriel o Chicha Mariani, cofundadora de las Abuelas de Plaza de Mayo.

En "The Economist: 100 obituarios" también se lee la forma de ver la política mundial desde el punto de vista inglés. Por ejemplo, sobre el tres veces presidente argentino Juan Domingo Perón, quien es tratado como dictador. También aparecen las críticas políticas hechas al régimen cubano deslizadas en el obituario de Ibrahim Ferrer, el icónico cantante de Buena Vista Social Club.

En cambio, no juzga su obituario a Thomas Ferebee, al piloto norteamericano que dejó caer la bomba atómica en Japón. En cambio, se revela que quería ser beisbolista. A veces con honestidad y algo de investigación, se desarman mitos o lugares comunes imprecisos.

En la necrológica de Rosa Parks, por ejemplo, al recordar la escena en que la activista se niega a levantarse de su asiento, como se le solía exigir a los negros en plena discriminación racial, escriben "Según la mitología que ha pintado de dorado la escena, Rosa Parks, que tenía entonces 42 años, se quejó de que tenía los pies cansados. Pero no fue así, sostuvo ella".

Aparece la propia y soberbia idiosincrasia inglesa frente a las otras culturas. Del mencionado obituario de Ferrer: "El descuido es la esencia de Cuba". Para hablar de la generación beat de escritores norteamericanos por la muerte de Allen Ginsberg, quizá el poeta más famoso del siglo XX, los llama "flojonazos".

Y los franceses, quedan muy mal parado en el obituario de Jacques Derrida, quizá una de las piezas que más sacuden al muerto: "Frente a sus débiles juegos de palabras ( 'falacias lógicas' es un ejemplo famoso), su retórica bombástica y sus divagaciones sin lógica, un lector desprejuiciado podría acusarlo de charlatanería. Eso sería ir demasiado lejos, sin embargo. Fue un hombre sincero y educado, aunque confundido, que ofreció a algunos académicos y estudiantes justo lo que estaban buscando". No hay muerto malo, dicen, pero qué divertido es hablar mal. A los sepultureros de The Economist no les importa. Tienen su lápiz afilado.


The Economist: 100 obituarios

Keith Colquhoun y Ann Wroe

Laurel

300 páginas

$16 mil

el papa juan pablo ii murió el 2 de abril de 2005.

rosa parks fue una activista de los derechos raciales y fue incluida en the economist.

allen ginsberg fue tratado de "flojonazo" en su obituario.

Por Cristóbal Gaete

sepultureros

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allenginsberg.org

"A los sepultureros de The Economist no les importa. Como los buitres con traje de la funeraria, tienen su

lápiz afilado".

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"Los reseñados han tenido suerte (excepto en la parte de que están muertos): se van al otro lado con un estilo incomparable".