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Kristina y yo

Adelanto del libro "La piel del mundo"
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Hasta que sin buscarlo, sin saberlo, sin comprender cómo, me enamoré de una neoyorquina que me invitó a su ciudad. Dudé, temí, no supe cómo justificar mi temor. La policía internacional a la que le tengo terror, los pasajes, mi inglés que no existe. No te preocupes, me consoló. Ella espantaría todos los demonios, esos de inmigración, de aduana, esos de los taxistas salvadoreños para los que nueve horas son como diez minutos.

No me atreví a confesarle que no estaba seguro aún de ser lo suficientemente adulto para conquistar su ciudad. No tuve otra escapatoria que ser revisado e interrogado exhaustivamente antes de tomar el avión y atravesar la mitad del mundo.

Kristina, que ahora es mi esposa y entonces era mi novia, me esperaba a la salida del corral de los recién llegados de JFK. Al otro lado del espejo, pensé al verla, y busqué con la mirada el estacionamiento al aire libre, las gaviotas, la nieve sucia. Pero era verano. El cielo era límpido, la vereda tropical. Mi mujer y su pelo negro, su cara muy blanca, estaban dispuestos a regalarme su ciudad como si se tratara de su dote.

Subimos entonces al auto que solemnemente les había pedido prestado a sus padres. Dando vueltas en un atasco infinito salimos del círculo de cemento del aeropuerto rumbo a Queens. Jamaica, me mostraba, Forrest Hill, nombres distintos para las mismas casas de un piso rodeando carnicerías islámicas. Un cementerio interminable que rodea una fábrica humeante. ¿Fábrica de cadáveres? Y luego en el horizonte, la isla. El puente Manhattan, el Empire State y el edificio Chrysler y su sombra gótica.

Ahí está Nueva York, volvió a decirme Kristina, intrigada por mi religioso silencio. ¿Eso es Nueva York? Una imagen que había visto mil veces pero me parecía completamente nueva. Ese resplandor plateado de trucha abierta en canal, mostrando al mundo sus espinas. Una imagen que duró por suerte sólo unos segundos, porque muy luego hubo que agacharse hacia el puente, cerrar los ojos y elegir una de las tantas ciudades posibles. Porque ese era el secreto que me escondían los taxistas en el aeropuerto. Manhattan sólo era monumental de lejos. Al otro lado del puente se convertía en una red de pueblitos. Esas chalupas de Hong Kong que se agitan suavemente al ritmo de las olas, un gigante que quería ser little. Little Italia, Little India, Little Brasil incluso. Tiendas de botones, reparadoras de ropa, licorerías atendidas por japoneses y coreanos haciéndoles las uñas a alguna gorda que sólo anda en un carrito de golf.

«Di algo -se preocupó Kristina, porque mi silencio aumentaba cada segundo-. ¿Te gusta?».

Sentía el mismo mareo de un buen vino, la misma secreta calma del ebrio dando vueltas en un vals. ¿Me gustaba? No lo sabía, no podía saberlo. Banderas estrelladas, números de avenidas, farmacias infinitas, negros, blancos, chinos, la vida que sucedía; absorbía todo sin orden ni concierto. Hasta que Kristina estacionó el auto de sus padres en la Segunda Avenida con la Calle 9, frente al Veselka, una cafetería judía de siempre, que escogió por culpa de los cuentos de Bashevis Singer de los que le hablaba sin parar cuando la conocí.

Después supe que no era todo siempre tan simple, pero juro que esa mañana sí lo era. El calor húmedo sobre la pálida vereda, los viejos jubilados con el número del campo de concentración tatuado en la muñeca. Y luego, de paso, la ropa usada y el olor a fritura y las pizzas trazando sobre nosotros un arco de colores como en un jardín renacentista.