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"Los amigos de Dávila Larraín"

Fragmento de libro "La Sangre y los cuchillos". Por Simón Soto.
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Eduardo y Mario se comportaban como hermanos, es decir, peleaban y se querían con la misma intensidad, aunque era el cariño lo que primaba al final del día.

Había un complemento tácito en la amistad. Mario era ágil y dado a la pillería. Eduardo era reflexivo, tendía de manera natural a la disciplina; su abuelo era quien influenciaba todas estas formas del carácter en él. En las excursiones más allá de Dávila Larraín, Mario protegía a Eduardo, enseñándole los códigos de la calle, los gestos de los niños bravos, cuáles eran las señoras de mal vivir y los guapos que escondían cuchillos bajo sus ropas.

Durante esas salidas, realizadas siempre por Mario y a veces por Eduardo -que prefería quedarse a jugar ajedrez con don Samuel-, a Mario alguien comenzó a llamarlo Cabro. Cabro, ven para acá, Cabro loco, Cabro de mierda, Cabro, Cabro huevón, Cabro, el Cabro Leiva, hasta que el niño respondía solo a su apodo y no al nombre de pila.

A veces iban al Zanjón de la Aguada. Se internaban entre matorrales, sauces, espinos, como peregrinaciones a un mar lejano, llevados siempre por la ribera del canal. Eduardo empezó a ir solo, cuando no encontraba al Cabro. Fue en una de esas idas solitarias que se cruzó con el Toto Azócar y sus amigos. Los niños le robaron un par de monedas y la peineta regalada por don Samuel. Eduardo se encerró en su casa. El Zanjón era un lugar espantoso, agresivo, impredecible, pensaba Samuel después del episodio con el Toto. Isla de piratas al igual que en las historietas que el abuelo compraba para él.

El Cabro era incapaz de entender por qué su amigo había dejado de acompañarlo, hasta que por fin Eduardo le confesó la verdad. Para arreglar las cosas salieron, esa misma tarde, hacia el Zanjón.

El Toto Azócar, en compañía de cuatro niños, intentaba trepar a la rama más alta de un sauce de tronco grueso, lleno de recovecos laberínticos. Querían robar el nido de un gorrión: huevos blancos asomándose entre el lecho de paja, hojas y hierbas secas. El Cabro y Eduardo los observaban a la distancia, escalando sin éxito el viejo sauce.

Caminando agachado, con rapidez, el Cabro se acercó al grupo de niños. Eduardo lo seguía a un metro, imitando las posiciones adoptadas por el Cabro. Al llegar hasta el Toto, lo agarró de una pierna y lo hizo bajar del tronco. El Toto Azócar resbaló, astillándose las manos y el rostro en la caída, en un esfuerzo inútil por asirse al árbol. Cuando se azotó la espalda contra la tierra, el Cabro se lanzó sobre él, conectándole combos en el ojo, en el pómulo, en la mejilla.

Los cuatro amigos del Toto descendieron del sauce para reducir al Cabro a golpes de puño y pie. Paralizado por el miedo, Eduardo observó la violencia contra su amigo. Sale conchadetumadre, gritaba Mario. Los golpes secos en su cuerpo hicieron saltar lágrimas de ira de sus ojos. Quiso Eduardo -a punto estuvo de hacerlo- salir arrancando de allí, pero su espíritu fue invadido, a última hora, por un asomo de dignidad, lealtad, temeridad. Avanzó para ayudar a su amigo.

Los niños volvieron a sus casas cojeando, con las narices reventadas, los ojos en tinta y sangre en las bocas. Algunos meses después de la pelea a orillas del Zanjón, los Marín se trasladaron a Concepción, por motivos laborales del padre. Mario y Eduardo fueron por última vez al Zanjón de la Aguada. Lanzaron piedras al agua, recordaron la pelea, perdida con dignidad y dolor. Juraron, con la inocencia de los seis años, venganza contra el Toto Azócar y sus amigos.

Prometieron que nada iba a quebrar la amistad. Ni siquiera la distancia ni el tiempo.