La lista del pueblo ha estado en los titulares de estos días por la rocambolesca elección, o intento de elección, de su candidatura presidencial y por su rendición de cuentas por los gastos electorales, abundantes en familiares y en cercanos.
Pero no vale la pena quedarse en esos detalles (censurables, claro, aunque no muy distintos, dicho sea de paso, a los que han exhibido con creces partidos de larga tradición) y es mejor preguntarse qué significa un movimiento como ese para la política chilena.
Para saberlo hace falta un leve rodeo.
Ernesto Laclau, un brillante intelectual argentino de amplia influencia en el mundo académico (lo que no es lo mismo que decir cabalmente entendido por el mundo académico) describió la sociedad contemporánea como una sociedad dislocada. Con ello quiso decir que la nuestra era una sociedad que había perdido su centro, desperdigándose en múltiples actores e identidades. De esta manera, agregó, ni la sociedad, ni la política que intentaba conducirla, era la misma de hace unas décadas. La sociedad ya no semejaba una nave conducida por el piloto del estado, ni la política estaba inspirada por la ideología que declamaba sus discursos ante el gran tribunal de la historia. En vez de eso en la sociedad proliferaban demandas de diversa índole y ya nadie creía que la historia contaba con un guión que había que interpretar. La historia no tenía guión, ni la sociedad sustancia: ambas cosas había que inventarlas. Todo esto, dijo Laclau, desafía en especial al discurso de la izquierda.
Había pues que reformular el programa de la izquierda. Lo llamó entonces democracia radical.
¿En qué consiste ese programa?
Descansa en la distinción entre demandas democráticas y demandas populares. Ellas no se diferencian entre sí por su contenido, sino por su organización discursiva. Las demandas democráticas son los intereses particulares que brotan en toda sociedad, problemas de vivienda, de acceso a la educación o a la salud, discriminaciones de género, etcétera. Esas demandas, sugirió, se transformaban en demandas populares cuando alguna de ellas lograba organizar en torno suyo a todas las demás. Llamó a esa demanda en cuyo derredor se organizaban las otras, un significante vacío o flotante (la expresión la toma de Lacan), el signo de una plenitud que no existe. Recién entonces se constituía lo que pudiéramos llamar el pueblo en sentido político. El "pueblo" entonces no era anterior a la política sino un resultado de ella. Por supuesto, y como corresponde a un intelectual argentino, la tesis de Laclau está mechada de psicoanálisis, Heidegger y Derrida, pero podemos dejar esas oscuridades por ahora de lado.
Lo que cabe preguntarse, haciendo pie en esa idea gruesa de Laclau, es si la lista del pueblo está en curso de constituir al pueblo o si, en cambio, es una yuxtaposición de demandas e intereses populares.
¿Hay en la lista del pueblo una demanda, un discurso, que logre reunir en derredor suyo todas las demás y tras la cual el pueblo, para seguir con lo de Laclau, pueda constituirse?
Hasta ahora no y quizá ese es el principal problema que la aqueja, ser una sumatoria, un agregado de malestares y demandas, pero no el significante capaz de conferir un sentido a la totalidad. Para ello no basta la ejecución de actos expresivos que irritan al público ilustrado (la tía Pikachú y el Dinosaurio, rondas en los jardines del Congreso cantando a Víctor Jara, vestimentas notorias, slogans predecibles y cosas así) sino que es necesario un trabajo intelectual y una práctica que aún no asoma. Mientras ello no ocurra, la lista del pueblo seguirá siendo un conjunto de intereses enredado en rencillas electorales y en desorden a la hora de rendir cuentas.
Porque allí donde no hay ideas capaces de articular el conjunto, los detalles domésticos y las pequeñas trampas son las que ocupan su lugar.
Si no, que le pregunten a los partidos.
"Lo que cabe preguntarse es si la lista del pueblo está en curso de constituir al pueblo o si, en cambio, es una mera suma de demandas e intereses populares.