Esta semana se han dado a conocer los resultados de un estudio de la profesora Carolina Melo sobre los efectos de la pandemia en el aprendizaje de los niños entre Kinder y 4º básico. Son aterradores. El 96% de los alumnos de 1º básico no conoce las letras del abecedario; el nivel de comprensión lectora de 4º básico equivale al que debería tenerse en 1º; el vocabulario de los niños de Kinder bajó en un 20%.
Resulta difícil olvidar las polémicas de hace un par de años, donde el Colegio de profesores se empeñaba por defender la salud de los niños a cualquier costo. Hoy comenzamos a ver cuál es ese costo. Lograron convencer a los padres -precisamente en los sectores más vulnerables- de que mandar un niño a la escuela era algo así como enviarlos al matadero.
Hoy vemos que sufren un daño que es casi irreversible. La brecha entre los chilenos vulnerables y los sectores acomodados se ha acrecentado ¿Se imaginan a esos niños enfrentados en nueve o diez años más a Cálculo I, Introducción a la Economía o Derecho Civil? A esto hay que agregar las carencias que sufren en materia de integración social, la creciente disposición a la violencia, que hemos visto en el último tiempo, y muchos otros daños.
¿Quién se hace responsable de estos males? ¿Qué dirán ahora los que se empeñaban en destituir al ministro Raúl Figueroa, porque urgía, imploraba, la vuelta a clases de los pequeños?
Ahora, sin embargo, el daño ya existe y tenemos que ver qué haremos con estas generaciones. En el caso de los niños más chicos, los males son más evidentes; sin embargo, también los jóvenes resultan afectados. Es notorio, por ejemplo, el bajón que se observa en los alumnos que entran a la universidad en cuanto a sus habilidades para escribir con corrección.
Gran parte de las universidades se sumó a la dictadura del miedo y prolongó en exceso el retorno a las clases presenciales. Se autoengañaron con toda suerte de alabanzas a las grandes posibilidades que abría la tecnología. Hicieron como si la enseñanza a través de Zoom fuera casi equivalente a los métodos tradicionales, y ni hablemos de las pruebas rendidas de manera remota. Las notas subieron de manera significativa con esos simulacros de exámenes. Lo curioso es que ahora, con la vuelta a clases, han bajado abruptamente.
Hoy tenemos en el gobierno precisamente a quienes con mayor empeño abogaban por mantener a los niños y jóvenes lejos de la escuela. ¿Serán capaces de enfrentar el terrible problema que se nos viene encima? Tendrá que ser así. No podemos desatender esas señales de alarma que están sonando a todo volumen.
Quizá, la gravísima situación que enfrentamos nos ayude a algo muy simple. Después de casi cuarenta años de docencia universitaria en humanidades, ¿qué le pido a la educación básica y media? Muy poco y mucho: que enseñe a los alumnos a hablar, leer y escribir con corrección. Los estudiantes que llegan a primer año con estas capacidades son poquísimos y eso vale para todas las universidades chilenas.
Lamento decirlo, pero cuando veo qué les enseñan en educación media a los alumnos, por ejemplo en el ramo de Lenguaje y Comunicación, me parece que gran parte esas cosas no refuerzan esas habilidades básicas. Lo mismo vale para el contenido de las pruebas de ingreso a la educación superior. Estoy seguro de que si ponemos a diez personas particularmente cultas a rendir esas pruebas, sus resultados serían deplorables. Obviamente, quien está mal no son esas personas cultas, sino las pruebas en cuestión. En este contexto, la crisis actual podría ayudarnos a preguntarnos qué es lo realmente importante, a dejar de lado tanta teoría educativa y concentrarnos en formar personas mínimamente cultas. El problema no es que aprendan poco, sino que no consiguen aprender lo básico. Si los padres empujan a los colegios en esa dirección y ayudan a crear un ambiente que favorezca la exigencia, podremos salir airosos del atolladero en que se encuentra la educación chilena.