La Tercera Sala de la Corte Suprema acaba de emitir un fallo en el que ordena abandonar un terreno ocupado ilegalmente y para el caso que ello no ocurriere en el lapso de seis meses, dispone el desalojo con auxilio de la fuerza púbica.
A primera vista la decisión de la Corte parece perfectamente coincidente con lo que cualquier observador externo, respetuoso de las reglas, esperaría, de manera que podría decirse que no hay motivo alguno para alegrarse ¿Por qué habría de existir un motivo para alegrarse por una decisión que parece tan obvia?
Pero lo hay.
Porque ocurre que hasta hace poco no parecía ser ese el punto de vista de la Corte Suprema. En un fallo de principios de este año el criterio fue otro. Frente a una toma de terrenos la Corte entendió que junto al derecho de propiedad que se había vulnerado, estaban también en peligro los derechos de los ocupantes ilegales, entre ellos su derecho a la integridad, seguridad y salud, a los que también, dijo, era necesario considerar. Entonces concluyó que era necesario que las autoridades (el Seremi, Carabineros, la Gobernación) se coordinaran con el dueño del terreno "a fin de que, de manera conjunta, se otorgue una solución global y efectiva a la situación que actualmente viven los recurridos, de manera tal que sus derechos sean igualmente resguardados".
En otras palabras, el dueño del terreno acudió a los tribunales en amparo de su derecho de propiedad y para ello recurrió en contra de los ocupantes; pero la Corte acabó disponiendo que era necesario que las autoridades y el dueño se coordinaran a fin de encontrar una solución a quienes habían ocupado ilegalmente el predio.
En vez de proteger a quien solicitaba amparo por la violación de su derecho ¡la Corte decidió amparar a quienes lo habían infringido!
Es flagrante que ese tipo de fallos crean incentivos para la ocupación ilegal de terrenos e imponen a los propietarios deberes supererogatorios, deberes excesivos. Es obvio que es muy valioso atender a las necesidades del prójimo, como enseña la parábola del buen samaritano; pero nadie puede ser legalmente obligado a transformarse en uno. Desde luego que las personas que carecen de vivienda necesitan apoyo; pero él debe provenir de las rentas generales, no del patrimonio de un particular que es víctima de la ocupación ilegal de su propiedad. Pero eso es lo que hizo erradamente la Corte en el fallo de inicios de este año: impuso al dueño del terreno el deber o el gravamen de atender las necesidades del prójimo, algo loable desde el punto de vista moral; pero inaceptable desde el punto de vista jurídico porque, entre otras cosas, viola la igualdad en las cargas públicas.
Ese criterio que transforma en samaritano a la víctima de una toma, es lo que el fallo reciente habría abandonado, disponiendo que corresponde a los ocupantes abandonar la toma y al Estado darles albergue.
Por eso -porque la sentencia recién dictada abandonó el equivocado criterio del fallo de principios de año- cabe llamar esperanzador a este otro fallo que decidió lo que parecía obvio: a favor del respeto de las reglas.
Hay sí que alarmarse de que existan motivos para la alegría y razones para la esperanza porque se dicte un fallo que decide proteger a quien tiene el derecho de su lado, algo que en otros tiempos menos demagógicos, más racionales, menos moralizadores, y más conscientes del valor de las reglas, se habría tenido por obvio y por natural.