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que tal vez la próxima vez no iba a suceder. Ahora sé que este es mi oficio. La diferencia mayor es la computadora. Antes escribía en una pequeña máquina portátil. No había copia. Para corregir, había un líquido blanco y tenías que meter en ese pedacito una frase que tuviera el mismo número de letras. ¡Era de locos! Para cortar un párrafo lo cortabas con tijera y lo pegabas con scotch. La computadora la empecé a ocupar con EvaLuna.

En octubre, en Chile se filmará la miniserie de La Casa de Los Espíritus. Una de las protagonistas será Eva Longoria. Por primera vez se hará en español y con elenco latino.

"La primera versión, que fue el año 95, no podía haber ningún proyecto de ese tipo que no fuera con estrellas de Hollywood. Entonces la película -que me parece una película buena y honesta- no tiene nada de Latinoamericano. Era plata alemana, director danés, actores de Hollywood en inglés, con Jeremy Irons y Meryl Streep que -se suponía- eran mis abuelos y no se parecen ni remotamente", ríe.

-¿Cómo es su día a día?

-¡Esa pregunta me da para hacer un libro! Mi día a día no ha cambiado en nada. Yo me levanto al amanecer. Hago ejercicio, saco a los perros. Luego estoy horas de horas investigando o frente a la computadora, escribiendo. Trato de terminar mi día más temprano que antes. Me voy porque tengo marido nuevo, entonces estoy tratando de cuidarlo. Me voy a las seis para cenar juntos o ver una película en la televisión. Para una buena vejez se necesita buena salud, no estar sola, tener una comunidad. Se necesita tener cubiertas las necesidades básicas: no estar angustiada, porque no puedes pagar la cuenta de la luz. También hay que tener un propósito, no estar mirándote el ombligo. Cualquier propósito te saca de tí mismo y eso ayuda mucho.

-Sigue disfrutando de su oficio, escribir.

-Me he jubilado de todo lo que no me gusta, pero ¿para qué me voy a jubilar de los que me gusta que es la escritura?

-Es una escritora que ha roto límites.

-Cuando escribí La casa de Los Espíritus nadie sabía nada de mí, pero sabían de Chile. Y sabían de Salvador Allende (su tío). Eso produjo cierta curiosidad de mi primera novela. Fui muy afortunada, porque tuvo éxito inmediato. Eso pavimentó el camino para todos los libros que he escrito después. Y también para muchas mujeres escritoras que habían sido sistemáticamente silenciadas, hasta que se dieron cuenta que existía un mercado de mujeres lectoras que querían leer libros escritos por mujeres. Y esto se fue abriendo como una flor. Eso no lo podíamos decir hace cuarenta años.

-¿Por qué no cuenta detalles de la historia que está escribiendo ahora?

- No cuento nada, es una superstición. Si lo cuento, luego no lo escribo con la misma intensidad. Tengo que apretarlo para que me duela. Y realmente en estos meses no estoy escribiendo casi. Separé estos meses para la operación de los ojos y un poco para promoción del libro. Pero la historia nueva me está dando vueltas en la cabeza. Cuando escribo, tengo que ver la palabra, tengo que deletrearla y ver el párrafo armado. Cuando tengo 150 páginas no sé para donde va, hasta que lo imprimo. En papel ya tiene consistencia, antes era una idea. Yo no escribo con un mapa por lo que me encuentro a menudo en callejones sin salida. ¿Cómo salgo de ahí? ¿Cómo entré? Se pierde mucho tiempo con eso. Ayer que tuve un poco de tiempo libre aproveché de escribir una escena y hoy tuve que borrarla entera porque me fui por otra dirección.

-¿Sobre qué tema le ha costado escribir?

-Sobre la crueldad sistemática. (…) Tengo más de sesenta premios, doctorados. Pero donde más dificultades tuve para ser respetada por mi escritura fue en Chile. Hasta que no me dieron el Premio Nacional de Literatura, me trataban mal. En Chile existe el chaqueteo. Es que te cogen de la chaqueta y te tiran para abajo. Los únicos que pueden subir de la mediocridad, sin ser atacados, son los futbolistas: los demás no podemos.

-Y futbolista no se iba a hacer.

-No, tengo las piernas muy cortas.

El siglo de las mujeres

-¿Es este el Siglo de las mujeres?, Isabel.

-Ojalá fuera así, pero todavía no hemos llegado a eso. Los femicidios quedan impunes. Yo no tengo la solución a esto, pero las mujeres tenemos que unirnos. Una mujer sola es vulnerable, juntas somos invencibles. Una mujer que vive con miedo está frita, no puede hacer nada. Un país que vive con el terror de que puedan asesinar a sus mujeres, tampoco puede progresar. Los países más atrasados del mundo son aquellos en que las mujeres están en la peor situación.

-¿Podrá el hombre dejar de ser el lobo del hombre y de la mujeres?

-Yo tengo ochenta años y en la trayectoria de mi vida he visto cambios positivos. Cuando yo nací nadie hablaba de feminismo. Por muchos años, ser feminista era un insulto. Ahora es parte de la sociedad. La paridad de género es algo completamente aceptado. Vamos avanzando, lentamente. A veces hay retrocesos. Mujeres que eran médicos y abogados tienen que encerrarse en sus casas con una burka. En Estados Unidos hubo un retroceso cuando se suspendió el derecho al aborto.

-¿Qué valor tiene la amistad cuando todo está en contra?

-Eso te salva: de la guerra o de la crisis de los refugiados. En una crisis personal, cuando te pasa algo tremendo o frente a una enfermedad o muerte, también es la solidaridad lo que te salva. Yo recibo cientos de cartas de gente que me consulta como (si yo fuera psicóloga) sobre del dolor que están pasando, cómo sobrevivir a una situación grave y siempre les digo: no se encierren, salgan, vean gente, cuenten lo que les está pasando y la gente los va a ayudar. Esa ha sido mi experiencia en la vida. He sido siempre beneficiada por generosidad.

-¿Para qué sirve el arte en estos tiempos?

-El arte lo que hace es ponerle al numero una cara, una historia que podría ser tu hija en una jaula. El arte conecta a los seres humanos de una manera íntima. No estoy tratando de predicar sino de contar algo.

-¿De quién se la foto que tiene detrás tuyo?

-Esa es mi mamá, cuando era jovencita, con mi hermano Juan. Juan es mi hermano del alma, nos comunicamos siempre y me ayuda mucho con los libros. Es un tremendo lector y me ayuda con la investigación. Y esta es Paula, que la tengo aquí. Escribo rodeada de mis fantasmas.

-¿Ya no escribe cartas?

-Ya no tengo a quién escribir. Traté de escribirle a espíritu de mi mamá, pero me era muy artificial. Yo no sirvo para escribir como si llevara un diario. Necesito un interlocutor.

-¿Todas esas cartas dónde están?

-En el garage hay 24.000 cartas, según mi hijo guardadas en cajas, por año. Son cartas diarias. Cada caja contiene entre seiscientas y ochocientas cartas. Si se suman las décadas de cartas, son miles y miles, en orden cronológico.

-¿En algún momento se publicarán esas cartas entre su madre y usted?

-No. Teníamos un compromiso formal con mi mamá, en que cualquiera de nosotras que muriera primero, la otra iba a quemar todas las cartas. Son privadas. No es que contengan algo fantástico que le pudiera interesar a otra persona. Son cosas que nos interesaban a nosotras, pero son cartas descarnadas, en el sentido en que nunca nos cuidamos de lo que íbamos a escribir. Y mamá podría decir algo de mi padrastro que ello no quería que nadie supiera. ¿Por qué voy a exponerlo? Ahora a mi hijo le va a tocar quemarlas. La mala suerte que le tocó ser mi hijo.


El viento conoce mi nombre

Isabel Allende

Sudamericana

352 páginas

$ 16.200

"Ya no tengo a quien escribirle cartas. Traté de escribirle al espíritu de mi mamá, pero era muy artificial. Yo no sirvo para escribir como si llevara un diario. Necesito un interlocutor".

"Antes escribía en una pequeña máquina portátil. No había copia. Para corregir, existía un líquido blanco y tenías que meter en ese pedacito una frase que tuviera el mismo número de letras".

Los Adler

Adelanto del libro "El viento conoce mi nombre". Por Isabel Allende
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Viena, noviembre-diciembre de 1938

Había en el aire un anticipo de desgracia. Desde temprano, un viento de incertidumbre barría las calles, silbando entre los edificios, introduciéndose por los resquicios de puertas y ventanas. «Es el invierno que ya está aquí», murmuró Rudolf Adler para darse ánimo, pero no podía atribuirle al clima o al calendario la opresión que sentía en el pecho desde hacía varios meses.

El miedo era una pestilencia de óxido y basura que Adler llevaba pegado en las narices; ni el tabaco de su pipa ni la fragancia cítrica de su loción de afeitar lograban atenuarla. Esa tarde el olor del miedo agitado por la ventisca le impedía respirar, se sentía mareado y con náuseas. Decidió despachar a los pacientes que esperaban su turno y cerrar la consulta temprano. Sorprendida, su asistente le preguntó si estaba enfermo. Trabajaba con él desde hacía once años y en todo ese tiempo el médico nunca había descuidado sus obligaciones; era un hombre metódico y puntual. «Nada serio, sólo un resfrío, frau Goldberg. Me iré a casa», replicó él. Terminaron de ordenar el consultorio y de desinfectar el instrumental y se despidieron en la puerta, como cada día, sin sospechar que no volverían a verse. Frau Goldberg se dirigió a la parada del tranvía y Rudolf Adler se fue caminando a paso rápido las pocas cuadras que lo separaban de la farmacia, con la cabeza enterrada entre los hombros, sujetándose el sombrero con una mano y su maletín con la otra. El pavimento estaba húmedo y el cielo encapotado; calculó que había lloviznado y que más tarde caería uno de esos chaparrones de otoño que siempre lo pillaban sin paraguas. Había recorrido esas calles miles de veces, las conocía de memoria y nunca dejaba de apreciar su ciudad, una de las más hermosas del mundo, la armonía de los edificios barrocos y art nouveau, los árboles majestuosos en los que ya empezaban a caer las hojas, la plaza de su barrio, la estatua ecuestre, la vitrina de la pastelería con su despliegue de dulces y la del anticuario, llena de curiosidades; pero en esa ocasión no levantó la vista del suelo. Llevaba el peso del mundo en los hombros.

Ese día los rumores amenazantes empezaron con la noticia de un atentado en París: un diplomático alemán asesinado de cinco tiros por un muchacho judío polaco. Los altavoces del Tercer Reich clamaban venganza.

Desde marzo, cuando Alemania había anexado a Austria y la Wehrmacht desfiló con su soberbia militar por el centro de Viena, entre los vítores de una multitud entusiasta, Rudolf Adler vivía angustiado. Sus temores habían comenzado unos años antes y aumentaron en la medida en que el poder de los nazis se fortaleció con el financiamiento y las armas de Hitler. Recurrían al terrorismo como arma política, aprovechando el descontento, especialmente de la juventud, por los problemas económicos, que se arrastraban desde la Gran Depresión de 1929, y el sentimiento de humillación que produjo la derrota de la Primera Guerra Mundial. En 1934 asesinaron al jefe de Gobierno, Dollfuss, en un fallido golpe de Estado, y desde entonces habían matado a ochocientas personas en diversos atentados. Amedrentaban a sus opositores, provocaban disturbios y amenazaban con una guerra civil. A comienzos de 1938 la situación de violencia interna era insostenible, mientras al otro lado de la frontera Alemania presionaba para convertir a Austria en una de sus provincias. A pesar de las concesiones que hizo el Gobierno ante las demandas alemanas, Hitler ordenó la invasión. El partido nazi austríaco había preparado el terreno y las tropas invasoras no sólo no encontraron ninguna resistencia, sino que fueron aclamadas por la mayor parte de la población. El Gobierno claudicó y dos días más tarde el mismo Hitler entró triunfante en Viena. Los nazis establecieron un control absoluto en el territorio. Toda oposición fue declarada ilegal. Las leyes germanas, el aparato de represión de la Gestapo y las SS, y el fanatismo antisemita entraron en vigor de inmediato.

El olor del miedo agitado por la ventisca le impedía respirar, se sentía mareado y con náuseas. Decidió despachar a los pacientes que esperaban su turno y cerrar la consulta temprano.