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"Laura": amenaza que no fue…

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No es de extrañarse. Bolivia -durante la Guerra del Pacífico- intentó afectar la navegación de los buques chilenos, recurriendo al turbio oficio del "pirateo", aunque en su versión más refinada: concedió patentes de "Corso". El 26 de marzo de 1879, el presidente altiplánico Hilarión Daza, expidió el documento para aquellas naves que se decidieran a atacar y/o hundir a los barcos chilenos que transportaban tropas, armas, pertrechos o cualquier mercadería que pudiera ser empleada con fines bélicos por el enemigo. (Nosotros, los chilenos). El botín, sería repartido por partes iguales: Ese era el premio.

Para estos oscuros fines, un grupo de peruanos y bolivianos reunió fondos y adquirió la barca "Laura", que fue artillada con ocho cañones rayados, provista -además- con carbón y víveres. Dotada de una marinería mal entrenada, fue bautizada como "Antofagasta", llevando en su mástil el pabellón boliviano. El objetivo de la "Laura" era muy ambicioso: Atacar y apoderarse del vapor "Itata". Luego, la víctima sería el "Loa" y finalmente el "Rímac". Una vez apresados estos buques, se sumarían como corsarios a la flota boliviana.

Pero Prado, presidente peruano de la época, disuadió a los involucrados, dio pié atrás y la barca "Laura" nunca entró en operaciones: Quedó anclada en aguas chalacas y el tiempo y la broma, ("polilla del mar"), hicieron su obra. Al término de la guerra, los peruanos hundieron todas las naves ancladas en El Callao, pero la "Laura" -inutilizada y desartillada- fue rematada por armadores chilenos, y la trajeron hasta Valparaíso, con la intención de destinarla al cabotaje.

Un halo de fatalidad envolvió a la frustrada nave corsaria boliviana: Un temporal que afectó la bahía de Valparaíso, dejó el tendal entre las embarcaciones surtas en esas aguas. El 12 de julio de 1882, luego de garrear sus anclas debido al fuerte "nortazo", la barca "Laura" varó y fue destruida por el oleaje. Con ese naufragio, se fueron a pique las intenciones bolivianas de combatir y apresar buques chilenos.

Jaime N. Alvarado García