Uno de los aspectos más notorios de la política chilena -que se manifiesta especialmente en la Convención constitucional, pero que sin duda se extenderá poco a poco- es la creciente presencia en ella no de las ideologías o las reivindicaciones de clase, sino de las identidades culturales.
El mejor ejemplo es la presidenta de la Convención, Elisa Loncón, quien suele expresarse en mapudungun exasperando a otros miembros del mismo organismo que ven en ello, un show, un mero exhibicionismo más o menos agresivo.
¿Qué hay detrás de esa porfía por ocupar la propia lengua originaria?
Para saberlo es necesario dar un rodeo y retroceder brevemente hacia los fundamentos de la democracia liberal.
La democracia liberal descansa en el supuesto que todos somos iguales, con prescindencia de la etnia a la que pertenezcamos, la lengua materna que aprendimos, la cultura a la que pertenecemos, las particulares circunstancias que han rodeado nuestra trayectoria vital. La ciudadanía liberal consiste en una ceguera a esa diferencia que los seres humanos somos capaces de exhibir y en una confianza, en cambio, en que existe una zona común que permite el encuentro: el diálogo en una lengua hegemónica.
Para esa concepción, cuando se la exagera, la política exige igualarnos en la abstracción de la ciudadanía. Fue lo que ocurrió alguna vez en Francia cuando se prohibió el uso del kipá y el velo islámico en la escuela. La ciudadanía se dijo entonces exige borrar los signos identitarios.
La conciencia de la multiculturalidad afirma en cambio que cada uno posee una fisonomía espiritual, por llamarla así, que se ha forjado al compás de la cultura y la historia que la envuelve. La idea que cada uno tiene de si mismo y a lo que aspira sería la suma de factores culturales -los relatos maternos con que soñamos, las creencias que nos consuelan, el modo en que vemos el mundo, el lenguaje con que aprendimos a decir "yo"- que acaban configurándonos.
Lo anterior vale para todos los seres humanos, por supuesto (incluso para quienes presumen ser ciudadanos del mundo); pero vale especialmente para los miembros de grupos históricamente desventajados. Porque en este caso -como ocurre por ejemplo con los mapuches- la identidad que se reclama es también el signo de una injusticia que se padece o que se hereda. En este caso, exhibir la propia identidad tiene una doble función: por una parte, subraya lo que se es, sacude por decirlo así el uniforme de la ciudadanía para que la verdadera identidad quede al descubierto; y por otra parte, es un acto político que recuerda a la sociedad mayor que esa cultura que se creía haber asimilado o extinguido, sigue aún viva y reclama justicia por las desventajas que padeció.
Y de todos los factores que expresan la propia identidad, la lengua materna no cabe duda es la más intensa. Desde luego se trata de un bien colectivo (puesto que no existen los lenguajes privados) y esa lengua que la madre nos enseñó, en la que soñamos, expresamos nuestros pensamientos más íntimos, es la portadora de distinciones, nombres, prejuicios y fenómenos a cuyo través vemos el mundo. Por eso Heidegger (en su famosa Carta sobre el humanismo) llegó a decir que el lenguaje era la casa del ser y antes de él Herder (uno de los críticos de la ilustración) dijo que la cultura de los padres se oculta en el lenguaje.
Así cuando Elisa Loncón (no la presidenta, sino la convencionista) habla mapudungun está haciendo oír la voz de una cultura, y cada una de las sílabas que pronuncia nos hacen recordar que detrás suyo hay un amasijo de ideas, convicciones, una forma de vida, un mundo en suma, que anhela un lugar en la esfera pública. Y el deber de la democracia liberal, que cree en la individualidad, es abandonar la ceguera a la diferencia porque, después de todo, si el individuo se forja al interior de una cultura, defender a esta última es también una forma de defender al individuo.