¡El hombre nunca está solo! Sobre todo, en los momentos más difíciles de su vida. Desde luego su conciencia es un gran acompañante. Y un severo juez cuando actúa en desmedro de los demás. Nadie escapa a su veredicto ni a su condena. Pero no es nuestra intención referirnos ahora a la conciencia. Ella está, permanece y siempre actúa en el interior de cada ser. Nadie puede dejarla ni eludirla. Aunque el hombre suele olvidarla en sus desvaríos y desoye, por lo tanto, su voz y sus consejos. Cae así en la inconsciencia de la que más tarde habrá de arrepentirse o ser víctima de remordimientos para los cuales no hay lenitivos. Si ¡la conciencia jamás nos deja! Sin embargo, no es la única que nos acompaña en nuestra soledad. Soledad ¿existe acaso?
Conversábamos un día con una persona muy reservada y solitaria. De muy pocos amigos. Introvertido. Difícil. Pero en esa ocasión, cosa rara, era un hombre distinto. Y hasta el rostro se le iluminaba al contar ciertos hechos de su vida. Contó que había estado enfermo en trance de muerte. Y "¡créame! dijo, ¡no la temí! . En esos instantes supremos surgió la imagen de mi madre, con su ternura, y sentí el intenso y gran consuelo que experimentaba de niño con su incomparable cariño y tierna voz". Todos los presentes nos impresionamos. Había en esta revelación, hecha en forma simple pero salida del fondo cristalino de esta persona generalmente hosca y poco tratable, un espíritu que reflejaba un intenso amor por quien le diera el ser. ¡Ella estaba con él en sus momentos más críticos para reconfortarlo y cuidarlo! ¿Fue el impacto de su muerte física la que hizo un hombre diferente de su hijo? ¿Por qué como pudimos apreciarlo en su sincera declaración -la bondad infinita que lo inundó al recordarla, y sentirla junto a él en su aflicción, no la sigue demostrando en parte siquiera en sus relaciones habituales? Este, sin duda, no es un ejemplo aislado. ¿Cuántas personas que son capaces de prodigar bondad no lo hacen y, sin embargo, la esperan de los demás? En el caso que relatamos, esa persona que se acompañaba del recuerdo de su madre en las horas de angustia, estuvo desde entonces menos solitaria en nuestro concepto y más comprendida -por nosotros, al menos- en su soledad. Y creemos que, al sentirse más unida al grupo en su espontánea confesión, incluyó también que era importante y vital compartir la existencia y no retraerse al punto de sentirse absolutamente solo en el inmenso mundo de la humanidad.
Se celebra este domingo el Día de la Madre. Una fecha que debería recordarse permanentemente. Porque en la inmensidad del corazón de una madre no hay lugar para ninguna bajeza. En el amor, en la ternura, en el profundo afecto que siente por el hijo, en la inmaculada y soberbia belleza de estos sentimientos, está siempre lo mejor. ¿Cómo sería el hombre si ellos florecieran en plenitud en su propio corazón? No habría, a su noble amparo, acción ni actitud indigna, indigna, porque el verdadero amor no las concibe. Y el hijo, devolviendo en parte las bondades de la madre, contribuiría, como ella lo deseó, al mundo de paz, de comprensión y de afecto, donde los hijos de todas las madres se mirarán como hermanos y, unidos, estructuraran a su vez un porvenir más venturoso para sus propios hijos.
Toda la grandeza del alma de una madre. A quien rendimos nuestro homenaje-puede apreciarse en aquellos versos inolvidables que hablan del hijo descarriado, del aquel que, en un falso amor, llega al crimen para satisfacer a una enajenaba mujer. Y, en su locura, a extraer el corazón de quien le diera el ser para entregárselo a su perversa amada. Sólo vuelve en sí al tropezar y caer escalera abajo y al escuchar, en su dolor y en el más cruel remordimiento, la suave y amorosa voz de su madre: ¿Te has hecho daño hijo mío? ¡Su corazón había cobrado voz! ¡Hasta dónde puede llegar, en efecto, el amor de una madre! ¡Sólo Dios lo sabe!
La verdad es que todas las madres son buenas y generosas. Los hijos que no las comprendemos o lo hacemos tarde, deberíamos ejemplarizar de ellas. Y darles en vida (los que aún tienen la dicha de contar con ellas) la comprensión que merecen, con generosidad, con amor, tal cual ellas se entregan por completo a sus seres más queridos. Y los que no podemos gozar de su compañía, pero que nos estimula y alienta desde la eternidad, deberíamos cumplir nuestra misión como si ella nos estuviera viendo y compartiendo la existencia que anheló para nosotros. ¡Una vida digna, noble, inspirada y dirigida sólo al bien y la felicidad de unos y otros, enaltecida en la construcción de un mundo sin odios, ni violencia, con paz, armonía y auténtica fraternidad!
Así ¡nunca nos sentiríamos solos!