Antofagasta, luz y sombra
En los primeros años del poblamiento de Antofagasta, el vértigo de la vida fue dejando atrás un rastro extraño, mezcla de leyenda y sudor amasado en vano: las ruinas de Huanchaca, el derrotero de Naranjo, la leyenda de "el Chichero", las historias de los veleros abandonados por la tripulación o el fantasma de la Gringa Brady que cobraba a libra esterlina cada marinero borracho que entregaba sobre la cubierta de los veleros próximos a zarpar.
Pero, al mismo tiempo, la brisa fresca de cada mañana nos traía algo nuevo; la Avenida Brasil, las obras del puerto, las grandes casas comerciales, los primeros ricachones, los pijes, los jaivones, las siúticas y los grandes personajes que ahora tuvieron importancia por otra cosa que por la minería. Todo se confundía en la azarosa mezcla de la ciudad.
Se hablaba de don Aníbal Echeverría y Reyes, o de don Antonio Pinto Durán o del Obispo Silva Lezaeta o del poeta Volney, todos ellos nombres respetables; y también se hablaba de "la Vuskovic" o de "Madame Filó" o "La Metro Ochenta", todos ellos nombres memorables. La vida era así: como una suave ola que llega hasta la playa y, también, como los desperdicios que la misma ola bota sobre la playa.
Antofagasta era un puerto de trabajo. Despertaba muy temprano cada mañana con el ajetreo de los trenes que no cesaban en todo el día; y seguían el ronroneo de las fábricas, de los cargadores del puerto, de los lancheros, de los estibadores, de los dependientes de tienda, de los ferroviarios y de todo el enjambre humano que pululaba calles arriba y cerros abajo en demanda del pan nuestro de cada día.
Y este fragor diario acentuó su carácter de pueblo trabajador, de campamento improvisado, de puerto cosmopolita y de lugar al cual se venía a estar unos años para regresar, después, al lugar de los sueños y vengarse de este destierro. Al cumplir su primer centenario volvió a ser una ciudad dinámica y que ya no se puede caminar ni se puede conocer a todos sus habitantes.
Mario Bahamonde, escritor